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viernes, 8 de julio de 2011

Star Wars: ¿Resurrector o Asesino de la ciencia ficción?

Este post lo pensaba escribir con más tiempo y con mucha más meditación, pero una discusión que estoy manteniendo en este momento en un foro (el de Star Wars al que ya hice referencia otras veces, Universo Star Wars, donde actualmente soy el usuario Dalek-92, pero tambien he sido Psicolabis, y supongo que lo volveré a ser en un tiempo) catalizó mis pensamientos y me hizo ordenarlos. Esto implica que probablemente en los tiempos por venir mis ideas cambien o por lo menos agregue nuevos argumentos, sobre todo a medida que la mencionada discusión avance.

martes, 28 de junio de 2011

Marx en Fundación

Hace un tiempo hice un post acerca de lo que a mi entender era una apología de Marx en textos de Asimov. Con el tiempo me fueron avisando lo equivocado que estaba y que Asimov hablaba de otra cosa, que nada había más lejos de la realidad. 
Hoy vengo a hacer un post distinto, sobre lo mismo, autocriticándome, pero argumentando en favor de, si no la misma tesis, al menos una hipótesis similar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Biografía de Isaac Asimov

Isaac Asimov(1920-1992) nació bajo el nombre de Ísaak Ozímov en Petróvichi, Bielorusia (si bien ahora esto se encuentra en Rusia) el 2 de enero de 1920. Sin embargo, a los tres años de edad se trasladó con sus padres Judah y Anna, ambos de origen ruso-judío a los Estados Unidos.
En 1942 se casa con Geltrude Blugerman. Con un título de bioquímico y un postgrado en química, Asimov trabajó desde ese año y durante toda la Segunda Guerra Mundial en unos astilleros de la marina estadounidense. A partir de ese momento se desempeña comoprofesor asociado y profesor titular en la Un iversidad de Boston, Presidente de la Asociación Humanista Norteamericana y vicepresidente del club Mensa.
Asimov muere el seis de abril de 1992, a la edad de setenta y dos años, tras un fallo coronario y renal. Sin embargo, su segunda esposa Janet afirmó en 2002 que su muerte fue debida al SIDA, enfermedad que contrajo durante una operación de by-pass diez años antes de su muerte.

domingo, 23 de mayo de 2010

Asimov y el comunismo

Cuando uno lee una de las novelas o algunos de los cuentos de Asimov, previo haber leído algún texto marxiano o marxista, uno tiende a asignarle a este escritor un pensamiento de izquierda. En Bóvedas de acero se critica al sistema de clases, en Espacio vital se critica la necesidad de poseer un imperio, en Los robots del amanecer se critica el conformismo de las clases dominantes (espaciales), frente a un doble juego de las dominadas (terrestres), el apoyo a las dominadas de unos y la insurrección de una minoría. En este último caso se puede ver una clara referencia a la relación burgueses-proletarios y la inclusión de los lumpeproletarios, todo tratado en un modo similar al del Manifiesto del Partido comunista, escrito por Marx y Engels.
Por otro lado, en la evolución del Imperio hacia la Fundación y de esta a Galaxia (saga de la fundación), se muestra un desarrollo similar al del feudalismo hacia el capitalismo y de este al comunismo, respectivamente. En pocas biografías de Asimov se presenta esta analogía. De hecho, yo no lo he visto en ninguna.
Muchos escritores de la ciencia ficción han sido opositores al régimen. Sin embargo creo que pocos lo han sido de acuerdo con el comunismo. Sin intención de tildar a Asimov de tal cosa, creo, sin embargo, que es importante no dejar de lado una influencia del marxismo en sus textos.

Espacio Vital

Clarence Rimbro no ponía más objeciones al hecho de vivir en la única casa de un planeta deshabitado de las que pondría cualquier otra persona entre el trillón de habitantes de la Tierra.

Si alguien le hubiese preguntado con respecto a sus posibles objeciones, habría mirado desconcertado a su interlocutor. Sin duda, su casa era mucho más espaciosa que ninguna de la Tierra, y mucho más moderna. Contaba con abastecimiento independiente de aire y de agua y guardaba gran cantidad de alimentos en sus frigoríficos. Se hallaba aislada del planeta sin vida al cual la fijaba un campo de fuerzas, pero las habitaciones se alzaban junto a una granja de dos hectáreas (bajo cristales, desde luego), la cual, gracias a la benéfica luz solar, daba flores para el placer y vegetales para la salud. Hasta criaba unos cuantos pollos. Procuraba a la señora Rimbro alguna labor para las tardes y significaba un lugar para que los dos pequeños Rimbro jugaran cuando se cansaban de estar encerrados.

Además, si se deseaba volver a la verdadera Tierra, si se insistía en ello, si se quería de verdad tener gente y aire alrededor, así como agua para nadar, sólo se precisaba cruzar la puerta delantera de la casa.

Entonces, ¿dónde estaba la dificultad?

Tampoco hay que olvidar que en el planeta sin vida sobre el que se hallaba emplazada la casa de Rimbro, el silencio era total, excepto en caso de viento o lluvia, con sus monótonos efectos. Y el aislamiento, completo, así como cabal la sensación de absoluta propiedad respecto a los tres millones de kilómetros cuadrados de la superficie planetaria.

Clarence Rimbro apreciaba todo aquello a su distante manera. Era contable, hábil en el manejo de modelos de computadoras muy perfeccionadas, preciso en sus modales e indumentaria, no muy dado a la sonrisa bajo su breve y bien recortado bigote y debidamente consciente de su propia valía.

Cuando iba del trabajo a casa, pasaba por el lugar que hubiera ocupado su vivienda en la verdadera Tierra. Jamás dejaba de mirarlo con cierta presunción.

Bueno, por razones de negocios o trabajo, o por una especie de perversión mental, había quien vivía aún en la verdadera Tierra. Mala cosa. Después de todo, el suelo de la Tierra tenía que proporcionar los minerales y abastecer del básico alimento a su trillón de habitantes (en cincuenta años, llegarían a dos trillones). En esas condiciones, el espacio suponía un premio. Las casas de la Tierra no podían ser mayores, y a las personas que vivían en ellas no les quedaba más remedio que someterse al hecho.

Incluso el proceso de regresar a la suya encerraba un suave placer. Penetraba en el disco comunitario que le estaba asignado (y que semejaba más bien, como todos ellos, un achaparrado obelisco) e invariablemente hallaba a otros que esperaban para utilizarlo. Y aún llegarían más, antes que él alcanzara el extremo de la línea. Se trataba de una época sociable.

«¿Cómo es su planeta?» «¿Y cómo es el suyo?» La acostumbrada charla intrascendente. A veces, alguien tropezaba con problemas. Averías en la maquinaria o tormentas que alteraban desfavorablemente el terreno. Pero no a menudo.

Así pasaba el tiempo, y Rimbro llegaba a la cabeza de la línea. Metía su llave en la ranura, componía la debida combinación y entraba en una nueva pauta de probabilidad, la suya particular, la que se le había asignado cuando se casó y se convirtió en ciudadano productor, una pauta de probabilidad en la cual la vida no se desarrollaba nunca en la Tierra. Y girando hacia su particular Tierra sin vida, penetraría en su propio hogar.

Simplemente así.

Jamás se preocupaba de las demás probabilidades. ¿Con pretexto de qué? No les concedía ni un solo pensamiento. Había un número infinito de posibles Tierras, cada una de las cuales existía en su propio nicho, en su propia pauta de probabilidad. Puesto que, en un planeta como la Tierra, había según los cálculos alrededor de un cincuenta por ciento de posibilidades que se desarrollase la vida, la mitad de las posibles Tierras (infinitas, puesto que la mitad de infinito es igual a infinito) poseían vida, y la otra mitad (asimismo infinita) no la poseían. Y el vivir sobre unos trescientos billones de Tierras desocupadas suponía la existencia de trescientos billones de familias, cada una de ellas con su propia y magnífica casa, equipada con la energía suministrada por el sol de esa probabilidad, y cada una de ellas en paz y seguridad. El número de Tierras así ocupadas se incrementaba en millones a diario.

Cierto día, cuando Rimbro regresó al hogar, su esposa, Sandra, le dijo al entrar:

-He oído un ruido de lo más peculiar.

Se alzaron las cejas de Rimbro, en tanto miraba inquisitivo a su mujer. Aparte de cierto temblor en sus delgadas manos y cierto decaimiento reflejado en las comisuras de su apretada boca, parecía normal.

-¿Ruido? ¿Qué ruido? Yo no oigo nada.

Se detuvo, con el abrigo a medio camino del criado mecánico, que lo esperaba pacientemente.

-Ahora ha cesado -explicó Sandra-. Era como un golpeteo sordo o como un retumbar. Se oía un rato y luego se detenía, para volver de nuevo y cesar otra vez. Jamás había oído nada por el estilo.

Rimbro colgó el abrigo y dijo:

-Pero eso es completamente imposible...

-Te digo que lo oí.

-Examinaré la maquinaria -murmuró él-. Puede que algo funcione mal.

Sin embargo, sus ojos expertos no descubrieron nada en ella. Encogiéndose de hombros, se fue a cenar. Escuchó el zumbido de los criados mecánicos entregados a sus diversas tareas, se detuvo a contemplar al que secaba los platos y ordenaba los cubiertos y comentó, frunciendo los labios:

-Quizás alguno de estos artilugios esté mal ajustado. Lo repasaré.

-No fue nada semejante a eso, Clarence.

Rimbro se acostó sin preocuparse más por la cuestión. Se despertó al sentir la mano de su mujer que le sacudía por el hombro. Tendió la suya hacia el conmutador que conectaba la iluminación de las paredes.

-¿Qué sucede? ¿Qué hora es?

Ella meneó la cabeza.

-¡Escucha! ¡Escucha!

« ¡Santo Dios! -pensó Rimbro-. En efecto, hay un ruido.» Un rumor sordo o una especie de ronquido que se intensificaba y se desvanecía.

-¿Un temblor de tierra? -murmuró.

Desde luego, pensó, de vez en cuando se producía alguno en todos los planetas, aunque por regla general se evitaban las zonas expuestas a ellos.

-¿Hubiera durado todo el día? -preguntó malhumorada Sandra-. Me parece que se trata de algo distinto. -Y luego manifestó el secreto terror de toda ama de casa nerviosa-: Creo que hay alguien en el planeta con nosotros. Este mundo está habitado.

Rimbro hizo lo único que lógicamente podría hacer. Al llegar la mañana, llevó a su esposa e hijos a casa de su suegra. Y en cuanto a él, se tomó también un día para ir a la Oficina de Alojamiento del sector.

Aquella cuestión le tenía muy fastidiado.

Bill Ching, de la Oficina de Alojamiento, era de baja estatura, jovial y orgulloso de su ascendencia en parte mongola. Pensaba que las pautas de probabilidad habían solucionado hasta el último de los problemas. Alee Mishnoff, de la misma oficina, creía en cambio que significaban un cepo en el que había sido atrapada la Humanidad de modo irremediable. En su juventud se había especializado en arqueología, estudiando una serie de temas antiguos, de los que continuaba atiborrada su delicadamente equilibrada cabeza. Su rostro lograba parecer sensitivo a pesar de sus espesas cejas. Acariciaba una idea que hasta entonces no se había atrevido a compartir con nadie, aunque su preocupación por ella le había apartado de la arqueología y metido en la cuestión del alojamiento.

A Ching le gustaba decir: «¡Al diablo con Malthus!» Venía a ser su marca de fábrica.

-Sí, al diablo con Malthus -dijo una vez más-. Probablemente hemos llegado al límite de la superpoblación. Por muy de prisa que nos dupliquemos y redupliquemos, el Homo sapiens forma siempre un número finito. Y los mundos deshabitados son infinitos. Por lo demás, no hay razón para construir sólo una casa en cada planeta; podemos construir cien, mil, un millón. Contamos con mucho espacio y mucha energía para cada probabilidad solar.

-¿Más de una casa en cada planeta? -repitió Mishnoff en tono desabrido.

Ching sabía muy bien a qué se refería. Cuando se habían establecido las pautas de probabilidad, la propiedad exclusiva de un planeta constituyó un poderoso incentivo para los primeros colonizadores.

Era una idea atrayente para el esnobismo y la tendencia al despotismo que existían en cada cual. «No hay hombre tan pobre -rezaba el eslogan publicitario- como para no poseer un imperio tan grande como Gengis Khan.» Anunciar una colonización múltiple supondría una afrenta para todo aquel que se estimara en algo.

Ching se encogió de hombros.

-Bueno, requeriría una preparación psicológica previa. Es lo único que se precisa para poner en marcha todo el asunto.

-¿Y la alimentación?

-Ya sabe que estamos instalando explotaciones hidropónicas y plantas de cultivo de levaduras en otras pautas de probabilidad. Y de necesitarlo, podríamos cultivar su suelo.

-Usando ropa especial e importando oxígeno.

-Nos queda el recurso de reducir el dióxido de carbono mediante el oxígeno, hasta que las plantas prendan y actúen por sí mismas.

-Calcule un millón de años.

-Mishnoff, el problema con usted es que lee demasiados libros de historia antigua. Eso le inspira tendencias obstruccionistas.

Pero Ching tenía demasiada genio blando para decir aquello en serio, y Mishnoff continuó con sus libros y sus preocupaciones. Anhelaba que llegase el día en que, tras reunir el valor necesario, acudiría al director de la sección para exponerle sin rodeos, como un escopetazo, lo que le causaba tanta desazón.

Ahora, se enfrentaban a un tal señor Clarence Rimbro, ligeramente sudoroso y muy enojado por el hecho de haber necesitado las horas más provechosas de dos días para llegar hasta esa oficina.

El punto álgido de su exposición consistía en lo siguiente:

-Digo que ese planeta está habitado. Por lo tanto me niego a quedarme en él.

Una vez que hubo escuchado su relato por completo, Ching recurrió al método suave de la diplomacia.

-Un ruido como ése se debe sin duda alguna a un fenómeno natural.

-¿Qué clase de fenómeno natural? -preguntó Rimbro-. Deseo una investigación. Si se trata de un fenómeno natural, quiero saber su origen. Afirmo que el lugar está habitado. Hay vida en él, puedo jurarlo. No pago mi renta por compartir el planeta. Y menos con dinosaurios, a juzgar por el jaleo que arman.

-Veamos, señor Rimbro, ¿cuánto tiempo lleva viviendo en su mundo?

-Quince años y medio.

-¿Y ha habido siempre una evidencia de vida?

-La hay ahora. Y como ciudadano con tarjeta de producción de categoría A-1, pido una investigación.

-Desde luego que investigaremos, señor. Sólo deseamos convencerle que todo está en orden.

¿Se da cuenta del cuidado con que seleccionamos nuestras pautas de probabilidad?

-Soy experto en estadística. Se supone que debo estar bastante enterado de eso -respondió al punto Rimbro.

-Entonces sabrá a buen seguro que nuestras computadoras no pueden fallar. Jamás eligen una probabilidad que haya sido elegida antes. Les resulta imposible. Y se hallan programadas para escoger pautas de probabilidad en las que la Tierra tenga una atmósfera de dióxido de carbono y en las cuales, por lo tanto, no se ha desarrollado nunca la vida vegetal y menos aún la animal. Si las plantas hubieran evolucionado, el dióxido de carbono se habría reducido a oxígeno. ¿Lo comprende?

-Lo comprendo muy bien. No he venido aquí para escuchar conferencias. Deseo que procedan ustedes a una investigación, nada más. Es realmente humillante pensar que comparto mi mundo, mi propio mundo, con alguien más. No estoy dispuesto a soportarlo.

-No, desde luego que no -masculló Ching, evitando la sardónica ojeada de Mishnoff-. Nos presentaremos allí antes de la noche.

Y con todo el equipo necesario, se dirigieron al lugar de viraje.

-Quería preguntarle algo -le dijo Mishnoff a Ching-. ¿A qué viene esa rutina de «no hay que preocuparse, señor»? Siempre se preocupan. ¿Qué consigue con eso?

-Debo intentarlo. No debieran preocuparse -respondió Ching con petulancia-. ¿Ha oído hablar alguna vez de un planeta con atmósfera de dióxido de carbono que estuviese habitado? Además, Rimbro pertenece al tipo de los que expanden rumores. Los huelo. Si se le anima un poco, terminará por decir que su sol se transformó en nova.

-Sucede a veces.

-¿Y qué? Desaparece una casa y muere una familia. Oiga, usted es un obstruccionista. En los antiguos tiempos, esos que tanto le gustan, había una inundación en China o en otra parte cualquiera y miles de personas perecían, pese a que la población no excedía de un despreciable billón o dos.

-¿Cómo sabe usted que el planeta de Rimbro no tiene vida? -murmuró Mishnoff.

-Atmósfera de dióxido de carbono.

-Pero suponga...

No, aquello no serviría. No podía decirlo. Terminó débilmente:

-Suponga que se desarrolla una vida vegetal y animal capaz de subsistir a base de dióxido de carbono.

-Jamás ha sido observada.

-En un número infinito de mundos todo puede suceder. -Y añadió en un murmullo-: Todo debe suceder.

-Las probabilidades son de una entre un duodecillón -respondió Ching, encogiéndose de hombros.

Llegaron al punto de viraje y, utilizando el dispositivo de giro de su vehículo -para enviarlo al área de almacenamiento de Rimbro- penetraron en la pauta de probabilidad de éste. Ching tomó la delantera, siguiéndole Mishnoff.

-Magnífica casa -manifestó Ching con satisfacción-. Bonito modelo. Muy buen gusto.

-¿Oye algo? -preguntó Mishnoff.

-No.

Ching entró en el huerto.

-¡Vaya! -gritó-. ¡Gallinas rojas de Rhode Island!

Mishnoff le siguió, mirando el techo de cristal. El sol presentaba el mismo aspecto que el de un trillón de otras Tierras. Dijo con aire ausente:

-Tal vez haya vida vegetal naciente. Tal vez la concentración de dióxido de carbono empiece a disminuir. La computadora no lo advertiría.

-Y habrían de transcurrir millones de años antes que la vida animal se organizara y algunos millones más antes que emergiera del mar.

-¿Y por qué tendría que seguir ese proceso?

Ching pasó un brazo por los hombros de su compañero.

-Rumia usted demasiado -le reconvino-. Algún día me dirá lo que realmente le preocupa, en vez de sólo sugerirlo. Entonces lo solucionaremos.

Mishnoff se desprendió del brazo, frunciendo el entrecejo, incómodo. La tolerancia de Ching se le hacía siempre difícil de soportar.

-¡Déjese de psicoterapias...! -comenzó. Y se detuvo casi al punto, para cuchichear-: ¡Escuche!

Se oyó un ruido sordo y lejano. Y se volvió a oír.

Colocaron el sismógrafo en el centro de la habitación, activaron el campo energético que penetraba hacia abajo y lo fijaron rígidamente al lecho rocoso, quedándose en contemplación de la oscilante aguja.

-Ondas de superficie tan sólo -dijo Mishnoff-. Muy superficial. Nada subterráneo.

Ching se ensombreció un tanto.

-¿Qué es entonces? -preguntó.

-Será mejor que busquemos afuera. -El rostro de Mishnoff estaba gris de aprensión-. Debemos colocar un sismógrafo en otro punto para determinar la posición del foco.

-Naturalmente -asintió Ching-. Yo saldré con el otro sismógrafo. Espéreme aquí.

-No -exclamó Mishnoff con gran energía-. Iré yo.

Se sentía aterrorizado, pero no tenía otra alternativa. Si era lo que temía, había que prepararse. Él estaba prevenido. Enviar fuera a un Ching que nada sospechaba sería desastroso. Y no podía avisar a Ching. Seguro que no le creería.

Pero, como Mishnoff no tenía madera de héroe, temblaba al revestir el traje autónomo. Manoseó nervioso el interruptor, intentando disolver localmente el campo de fuerza, a fin de dejar libre la salida de urgencia.

-¿Hay algún motivo para que desee ir usted? -preguntó Ching, contemplando las ineptas manipulaciones de su compañero-. Que conste que no me opongo.

-Todo va bien. Ya salgo -contestó Mishnoff con la garganta seca.

Atravesó la puerta que conducía a la desolada superficie de un mundo sin vida. Un mundo presuntamente sin vida.

El panorama no le era desconocido. Lo había visto docenas de veces. Roca pelada, erosionada por el viento y la lluvia, encostrada y cubierta de arena en los barrancos. Un arroyo batía ruidoso contra su lecho de piedra. Todo pardo y gris, sin muestra alguna de verdor. Ni el menor sonido de vida.

Sin embargo, el sol era el mismo y, al caer la noche, las constelaciones serían las mismas también. El lugar de habitación se hallaba situado en la región que en la verdadera Tierra corresponde a El Labrador. De hecho, también se trataba aquí de El Labrador. Se había calculado que aproximadamente sólo en una entre un cuatrillón de Tierras se daban cambios importantes en el desarrollo geológico. Los continentes se reconocían muy bien, salvo por muy pequeños detalles.

A pesar de la situación y de la época del año -octubre-, la temperatura resultaba pegajosamente elevada, debido al efecto de almacenamiento del dióxido de carbono en la atmósfera de aquel mundo muerto.

Metido en su traje, y a través del visor transparente, Mishnoff lo contemplaba todo con ojos sombríos. Si el epicentro del ruido se encontraba próximo, bastaría ajustar el segundo sismógrafo a cosa de kilómetro y medio para la fijación. En caso contrario, tendría que traerse un patín aéreo. Bien, comenzaría por asumir la hipótesis de menor complicación.

Metódicamente, echó a andar por la ladera de un cerro rocoso, con la intención de instalarse en la cima. Al llegar a ella, jadeante y muy molesto por el calor, descubrió que no necesitaba ninguna instalación.

El corazón le aporreaba con tal fuerza en el pecho que apenas alcanzaba a oír su propia voz al aullar en el micrófono instalado ante su boca:

-¡Eh, Ching, hay una construcción en marcha!

-¿Qué?

La exclamación del otro restalló en sus oídos. No existía error alguno. El suelo estaba siendo nivelado. Había maquinaria en pleno funcionamiento, y la roca volaba a causa de los explosivos.

-Están efectuando voladuras. A eso se debe el ruido -vociferó Mishnoff.

-¡Pero eso es imposible! -gritó de nuevo Ching-. La computadora no habría elegido por dos veces la misma pauta de probabilidad. No puede.

-Usted no comprende... -comenzó Mishnoff.

Pero Ching seguía su propio proceso mental.

-Vaya allí, Mishnoff. Yo salgo también.

-¡No, maldita sea! ¡Quédese donde está! -gritó Mishnoff alarmado-. Manténgase en contacto por radio conmigo. Y por el amor de Dios, permanezca dispuesto a salir volando hacia la Tierra tan pronto como le avise.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?

-Aún no lo sé. Deme una oportunidad para descubrirlo.

Ante su propia sorpresa, notó que sus dientes castañeteaban.

Mascullando jadeantes maldiciones contra la computadora, las pautas de probabilidad y la necesidad insaciable de espacio vital por parte de un trillón de seres humanos que se expandían como una bocanada de humo, Mishnoff dio unos pasos vacilantes hacia el otro lado del declive, haciendo rodar las piedras, que despertaron peculiares ecos.

Un hombre salió a su encuentro, vestido asimismo con un traje impermeable, diferente en muchos detalles del de Mishnoff, pero destinado con toda evidencia al mismo propósito, llevar oxígeno hasta los pulmones.

Mishnoff jadeó sin aliento en su micrófono:

-¡Atención, Ching! Un hombre viene hacia mí. Mantenga el contacto.

Notó que los latidos de su corazón se incrementaban y el ritmo de sus pulmones se hacía más lento. Los dos hombres se miraban ahora mutuamente con fijeza. El otro era rubio, de facciones afiladas. Su sorpresa era demasiado patente para ser fingida.

El recién llegado dijo con voz dura:

-Wer sind Sie? Was machen Sie hier? (¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?)

Mishnoff se sintió apabullado. Había estudiado el alemán antiguo durante dos años, en la época en que esperaba dedicarse a la arqueología, y comprendió la pregunta, pese a que la pronunciación difería de la que le enseñaran.

Tartamudeó estúpidamente:

-Sprechen Sie Deutsch? (¿Habla usted alemán?)

Y acto seguido debió murmurar algo tranquilizador con destino a Ching, cuya agitada voz preguntaba qué significaba aquel galimatías.

El hombre que hablaba alemán no respondió a su pregunta, sino que repitió:

-Wer sind Sie? (¿Quién es usted?) -Y añadió con impaciencia-: Hier ist für einen verrückten Spass keine Zeit. (No tenemos tiempo para bromas estúpidas.)

Tampoco a Mishnoff le daba la impresión de enfrentarse a una broma particularmente estúpida.

Sin embargo, volvió a preguntar:

-Sprechen Sie Planetisch? (¿Habla usted planetario?)

No conocía la palabra alemana correspondiente a «lenguaje corriente planetario». Demasiado tarde pensó que debía haber dicho «inglés».

El otro hombre le miró con ojos desorbitados y barbotó:

-Sind Sie wahnsinnig? (¿Está usted loco?)

Mishnoff se sentía casi dispuesto a concederlo. En débil autodefensa, dijo:

-¡No estoy loco, maldita sea! Quiero decir... Auf der Erde woher Sie gekom... (De la Tierra de donde usted ha veni...)

Se detuvo al no recordar las palabras germanas adecuadas. Pero una idea le roía la mente. Tenía que hallar algún medio de comprobarla. Continuó desesperado:

-Welches Jahr ist es jetzt? (¿En qué año estamos?)

Seguro que el forastero, que dudaba ya que él estuviera en sus cabales, quedaría convencido de su demencia ante su pregunta. Bueno, al menos Mishnoff conocía el alemán suficiente para formularla.

El otro murmuró algo que sonó como un claro juramento germano, pero acabó por contestar:

-Es ist doch zweitausenddreihundervierundsechzig, und warum... (Pues en el dos mil trescientos sesenta y cuatro. ¿Por qué...?)

Siguió un torrente de palabras en un alemán incomprensible por completo. En todo caso, aquello le bastaba por el momento. Si había traducido de manera correcta, el año era el 2364, que equivalía a unos dos mil en el pasado. ¿Cómo podía ser?

-Zweitausenddreihundervierundsechzig? (¿Dos mil trescientos sesenta y cuatro?) -murmuró.

-Ja, ja -corroboró el otro con manifiesto sarcasmo-. Zweitausenddreihundervierundsechzig. Der ganze Jahr lang ist es so gewesen. (Sí, sí. Dos mil trescientos sesenta y cuatro. Así ha sido durante todo el año.)

Mishnoff se encogió de hombros. La manifestación indicando que todo el año lo había sido suponía una floja agudeza incluso expresada en alemán, y no ganaba nada con la traducción. Se quedó pensativo.

Su interlocutor acentuando su tono irónico, prosiguió:

-Zweitausenddreihundervierundsechzig nach Hitler. Hilft das Ihnen vielleicht? Nach Hitler! (Dos mil trescientos sesenta y cuatro después de Hitler. ¿Le sirve eso de algo? ¡Después de Hitler!)

Mishnoff lanzó un aullido de alegría:

-¡Pues claro que me sirve! Es hilft! Hören Sie, bitte... (¡Sirve! Escuche, por favor...) -Y siguiócon sus briznas de alemán-: Um Gottes Willen...! (¡Por el amor de Dios...!)

El 2364 después de Hitler significaba una gran diferencia.

Recurrió desesperado a todos sus conocimientos de alemán, intentando explicarse.

El otro frunció el entrecejo y permaneció caviloso. Alzó su mano enguantada como para darse un golpe en la mandíbula u otro gesto equivalente, la pasó por el visor transparente que cubría su cara, y la dejó posada allí, sin bajarla, mientras seguía meditando. De pronto, dijo:

-Ich heisse George Fallenby. (Me llamo George Fallenby.)

A Mishnoff le dio la impresión que el nombre era de origen anglosajón, si bien el cambio en el sonido de las vocales, tal como las pronunciaba el otro le daba un aire teutónico.

-Guten Tag -respondió con torpeza-. Ich heisse Alec Mishnoff.

Y súbitamente se dio cuenta del origen eslavo de su propio nombre.

-Kommen Sie mit mir, Herr Mishnoff. (Venga usted conmigo, señor Mishnoff.)

Mishnoff le siguió con sonrisa forzada, murmurando en su transmisor:

-Todo va bien, Ching. Todo va bien.

De regreso a la Tierra, Mishnoff se entrevistó con el director de la Oficina de Alojamiento del sector, quien había envejecido en el servicio. Cada uno de sus cabellos grises significaba un problema resuelto, y cada uno de sus cabellos perdidos, un problema soslayado. Era un hombre alto, con los ojos brillantes aún y la dentadura incólume. Se llamaba Berg.

-¿Y hablan alemán, dice? -Meneó la cabeza-. Pero el alemán que usted estudió fue el de hace dos mil años...

-Cierto -asintió Mishnoff-. Pero el inglés empleado por Hemingway tiene asimismo una antigüedad de dos mil años, y el planetario es idóneo para que cualquiera pueda leerlo.

-¡Humm! ¿Y quién es ese Hitler?

-Fue una especie de jefe de tribu en épocas antiguas. Condujo a la tribu germánica a una de las guerras del siglo XX, justamente hacia el comienzo de la era atómica, en que principió también la verdadera historia.

-¿Antes de la Devastación, quiere usted decir?

-Exacto. Hubo una serie de guerras entonces. Los anglosajones vencieron. Supongo que a eso se debe que en la Tierra se hable el planetario.

-¿Cree usted que, si Hitler y sus germanos hubiesen vencido, se hablaría el alemán?

-Vencieron en el mundo de Fallenby, señor, y en él se habla alemán.

-Y señalan sus fechas con la mención «después de Hitler», en lugar de «después de la Devastación», ¿no es eso?

-Así es. Supongo que existirá también algún mundo en el que vencieron las tribus eslavas y en el que se hablará el ruso.

-De todos modos -opinó Berg-, me parece que debimos haberlo previsto. Sin embargo nadie lo hizo, que yo sepa. Después de todo, existe un número infinito de mundos deshabitados y sin duda no somos los únicos que decidieron resolver el problema de la población siempre en aumento mediante la expansión en los mundos probables.

-Exacto -convino Mishnoff-. En mi opinión, deben haber innumerables mundos habitados que lo están haciendo así. Seguramente se dan múltiples ocupaciones en los trescientos billones de mundos de los que nosotros disponemos. Dimos con éste por pura casualidad, porque decidieron construir a kilómetro y medio de la vivienda que emplazamos en él. Habrá que comprobarlo.

-¿Sugiere que examinemos todos nuestros mundos...?

-Sí, señor. Debemos establecer algún arreglo con los demás mundos habitados. Al fin y al cabo, hay lugar suficiente para todos, y la expansión sin previo convenio puede dar como resultado una serie de desazones y conflictos.

-Tiene razón -afirmó pensativo Berg-. Estoy de acuerdo con usted.





Clarence Rimbro miró con suspicacia el arrugado rostro de Berg, en el que se pintaba ahora una expresión de benevolencia.

-¿Está seguro?

-Por completo -manifestó el director-. Sentimos que se viera usted obligado a aceptar un alojamiento temporal durante las dos últimas semanas.

-Más bien tres.

-Tres semanas. Pero se le compensará.

-¿Y qué era aquel ruido?

-Puramente geológico. Una roca desprendida que se desequilibró y que a causa del viento establecía de vez en cuando contacto con las que había en la ladera del cerro. Ya la hemos desplazado y examinado la zona para asegurarnos que nada semejante vuelva a ocurrir.

Rimbro recogió su sombrero.

-Bien, gracias por haberse tomado la molestia.

-No se merecen, se lo aseguro, señor Rimbro. Es nuestro trabajo.

Una vez que Rimbro se despidió, Berg se volvió a Mishnoff, quien había esperado en plan de espectador a que se solventara el asunto.

-Menos mal que los germanos se pusieron a tono -dijo Berg-. Admitieron que teníamos prioridad y despejaron el terreno. Hay espacio para todos, dijeron. Naturalmente, resultó que habían construido cierto número de viviendas en cada mundo desocupado... Y ahora existe el proyecto de explorar otros mundos y establecer convenios similares con quienes encontremos en ellos. Esto es estrictamente confidencial, claro. No puede ponerse en conocimiento del público sin una preparación previa... Pero no era de esto de lo que quería hablarle...

-¿Ah, no?

El desarrollo de los acontecimientos no le había alegrado de manera visible. Seguía preocupándole su propio fantasma.

Berg le sonrió.

-Comprenderá usted, Mishnoff, que en este departamento, y también en el gobierno planetario, se ha apreciado la rapidez de pensamiento y su comprensión de la situación. De no haber sido por usted, la cuestión podría haber evolucionado de manera muy trágica. Y este aprecio tomará forma tangible.

-Gracias, señor.

-Sin embargo, como ya he dicho, se trata de algo en lo que muchos de nosotros debimos haber pensado antes. ¿Cómo se le ocurrió...? Hemos repasado un poco sus antecedentes. Su compañero Ching, nos dijo que ya en otras ocasiones había sugerido usted que algún grave peligro amenazaba nuestro sistema de pautas de probabilidad y que insistió en salir al encuentro de los germanos, a pesar de hallarse evidentemente atemorizado. Preveía con lo que se iba a encontrar, ¿no es eso? ¿Cómo lo descubrió?

-No, no -respondió confuso Mishnoff-. No era eso lo que había en mi mente. En absoluto. Me tomó de sorpresa. Yo...

Se irguió de pronto. ¿Por qué no ahora...? Le estaban agradecidos. Había demostrado ser un hombre con el que había que contar. Algo inesperado había sucedido ya.

-Se trata de algo muy distinto -dijo con firmeza.

-¿Ah, sí?

¿Cómo empezar?

-No hay vida alguna en el Sistema Solar, a excepción de la Tierra.

-Exacto -asintió Berg en tono benévolo.

-Y la probabilidad para que se desarrolle alguna forma de viaje interestelar es tan baja como para resultar infinitesimal.

-¿Adónde pretende llegar?

-¡A que todo eso es cierto en esta probabilidad! Pero debe haber algunas pautas de probabilidad en que existan en el Sistema Solar otras formas de vida o en las cuales los moradores de otros sistemas hayan desarrollado los viajes interestelares.

Berg frunció el entrecejo.

-Teóricamente...

-Y en una de esas probabilidades, la Tierra podría ser visitada por tales inteligencias. Si se da el caso en una pauta de probabilidad en que la Tierra se halle habitada, no nos afectaría, pues no tendrían conexión con nuestra propia Tierra. Pero si establecen una especie de base en un mundo deshabitado, pueden elegir al azar uno de nuestros lugares de habitación.

-¿Y por qué uno de los nuestros y no de los germanos, por ejemplo? -preguntó con sequedad Berg.

-Porque nosotros sólo emplazamos una vivienda en cada mundo, y los alemanes no. Muy pocos lo harán. La ventaja a nuestro favor es de billones a uno. Y si los extraterrestres encuentran tal vivienda, investigarán y hallarán la ruta hasta la Tierra, a un mundo sumamente desarrollado y vivo.

-No, si desviamos el lugar de viraje.

-Una vez que conozcan la existencia de tales lugares, construirán el suyo propio –adujo Mishnoff-. Una raza lo bastante inteligente para viajar por el espacio será capaz de hacerlo. Y por el equipo y el mobiliario de la vivienda que se apoderen, deducirán nuestra probabilidad... Y en tal caso, ¿cómo manejaríamos a los extraterrestres? No son germanos, ni otra clase de terrestres. Tendrían una psicología extraña a la nuestra y otras motivaciones. Y ni siquiera estamos en guardia. Seguimos asentándonos cada vez en más mundos. Cada día que pasa aumenta la posibilidad que...

Su voz se había alzado a causa de la excitación. Berg le atajó diciendo con voz fuerte:

-¡Tonterías! Todo eso es ridículo...

Sonó el teléfono, y la pantalla se iluminó mostrando el rostro de Ching, cuya voz dijo:

-Siento interrumpir, pero...

-¿Qué sucede? -preguntó furioso Berg.

-Hay un hombre aquí que no sé cómo despachar. Se queja que su casa está rodeada por cosas que miran a través del techo de cristal de su jardín.

-¿Cosas? -gritó Mishnoff.

-Unas cosas de color púrpura, con grandes venas rojas, tres ojos y una especie de tentáculos en vez de cabello. Tienen...

Pero Mishnoff y Berg no oyeron el resto. Se miraban con fijeza, inmovilizados en un estupefacto horror.



F I N

jueves, 15 de abril de 2010

Los Eternos y la seguinda trilogiía

El otro día estaba leyando el libro El triunfo de la Fundación. En el primer capítulo de este libro se menciona a Da-Nee/R. Daneel Olivaw/Eto demerzel/Chetter Hummin como un eterno. Si bien la palabra está escrita con minusculas, hay que contar con que los Eternos son personajes poco conocidos de Asimov, descriptos en Fundación y Tierra y que son los que en vedad controlan la Realidad. Para no confundirse.

sábado, 13 de marzo de 2010

LA ÚLTIMA PREGUNTA

    La última pregunta se formuló exactamente, medio en broma medio en serio, el 21 de mayo de 2061. Fue en el momento en que salió a relucir la humanidad. La pregunta se planteó como resultado de una apuesta de cinco dólares tomándose unas copas. Ocurrió así: Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos fieles servidores de «Multivac». Conocían muy bien, tan bien como podía conocerlo un ser humano, lo que había tras la cara fría, resplandeciente, de kilómetros y kilómetros de la gigantesca computadora. Tenían una vaga noción del plano general de relés y circuitos que desde hacía tiempo habían traspasado el punto en que un sólo ser humano podía hacerse cargo del conjunto.
    «Multivac» se autoajustaba y autocorregía. Tenía que ser así porque ningún ser humano podía ajustaría y corregirla ni con suficiente rapidez, ni con suficiente adecuación.
Así que Adell y Lupov servían al monstruo gigante, ligera y superficialmente, pero tan bien como podía hacerlo un hombre. Le suministraban datos, ajustaban preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que se iban recibiendo. Ellos, y todos los demás como ellos, estaban completamente autorizados a compartir la gloria de «Multivac».
     En décadas sucesivas, «Multivac» había ayudado a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero posteriormente por los escasos recursos de la Tierra no pudieron mantener las naves que precisaban demasiada energía para los trayectos largos. La Tierra explotaba su carbón y su uranio cada vez con mayor eficiencia, pero sus reservas eran limitadas.
     Poco a poco «Multivac» aprendió a contestar más fundamentalmente a preguntas profundas, y el 14 de mayo de 2061, lo que había sido una teoría, se hizo realidad.
     Se almacenó la energía del sol, transformada y utilizada directamente a escala planetaria. Toda la Tierra dejó de quemar carbón y de fisionar uranio, bastaba bajar la clavija que lo conectaba a una pequeña estación de kilómetro y medio de diámetro que giraba alrededor de la Tierra a media distancia de la Luna. Todo en la Tierra se hacía mediante rayos de energía solar.
     Siete días no fueron bastantes para apagar la gloria de aquello y Adell y Lupov consiguieron escapar de la función pública y encontrarse tranquilamente donde a nadie se le ocurriría buscarles: en las desiertas cámaras subterráneas donde se veían partes del enorme cuerpo de «Multivac». Sola, sin prisas, seleccionando datos perezosamente, «Multivac» se había ganado también sus vacaciones. Los muchachos la apreciaban. En un principio, no tenían la intención de molestarla.
     Se habían llevado una botella consigo y su único deseo en aquel momento era relajarse juntos en compañía de la botella.
     -Es asombroso cuando uno lo piensa -comentó Adell. Su cara ancha acusaba cansancio; agitó despacio su bebida con una varita de cristal y contempló cómo los cubitos de hielo se movían en el líquido torpemente. Toda la energía que se puede usar, para siempre y gratis. Suficiente energía, si quisiéramos para fundir la Tierra entera en un goterón líquido de hierro impuro, sin echar en falta la energía empleada. Toda la energía que podamos utilizar por siempre jamás.
     Lupov meneó la cabeza. Era un gesto que hacía cuando quería contradecir, y ahora quería hacerlo, en parte porque había tenido que traer el hielo y los vasos. -Para siempre, no -afirmó.
     -Vaya, casi para siempre. Hasta que el sol se apague, Bert.
     -Pero eso no es para siempre.
     -Está bien, hombre. Miles de millones de años, veinte mil millones quizás. ¿Estás satisfecho?
     Lupov se pasó los dedos por su escasa cabellera como para asegurarse de que aún le quedaba algo de pelo y sorbió lentamente su bebida: -Veinte mil millones no es para siempre.
     -Bueno, pero durará mientras vivamos, ¿verdad?
     -Lo mismo que el carbón y el uranio.
     -Está bien, pero ahora podemos enchufar las naves espaciales individualmente a la Estación Solar. Se puede ir a Plutón y regresar un millón de veces sin tener que preocuparse del combustible. No se puede hacer eso con carbón y uranio. Si no me crees, pregunta a «Multivac».
     -No es preciso que se lo pregunte a «Multivac». Lo sé.
     -Entonces, deja de reventar lo que «Multivac» hizo por nosotros -exclamó Adell, indignado-. Ya lo creo que lo hizo.
     -¿Quién dice que no lo hizo? Lo que digo es que un sol no durará siempre. Es lo único que digo. Puede que estemos a salvo por veinte mil millones de años, pero, y después, ¿qué? -Lupov señaló a Adell con un dedo tembloroso-. Y no me digas que enchufaremos a otro sol.
      El silencio duró un instante. Adell llevaba el vaso a sus labios de vez en cuando y los ojos de Lupov se entornaron despacio. Descansaban.
      Los ojos de Lupov se abrieron. -Estás pensando que nos pasaremos a otro sol tan pronto como el nuestro se acabe, ¿verdad?
      -No estoy pensando en nada.
      -Claro que sí. Lo que te pasa es que tu lógica es débil. Eres como el tío aquel de la historia que le caía un chaparrón y corrió hacia un bosquecillo, guareciéndose debajo de un árbol. No estaba preocupado, ¿comprendes?, porque se dijo que cuando su árbol quedara completamente empapado, pasaría a resguardarse debajo de otro.
      -Lo entiendo -dijo Adell-, y no hace falta que grites. Cuando el sol se haya acabado, las otras estrellas también habrán terminado.
      -Y ya puedes decirlo -masculló Lupov-. Todo empezó con la primera explosión cósmica, fuera lo que fuera, y todo tendrá un final cuando las estrellas se apaguen. Algunas van más de prisa que otras. Demonios, las gigantes no durarán cien millones de años. El sol durará veinte mil millones de años y quizá las enanas, para lo que sirven, durarán cien mil millones. Pero, bastarán mil billones de años y todo estará a oscuras. La entropía tiene que crecer al máximo, nadamás.
      Sé todo sobre la entropía -admitió Adell.
      -¿Qué diablos sabes tú?
      -Sé tanto como tú.
      -Entonces, sabrás que todo tiene que terminar algún día.
      -Está bien. ¿Quién dice que no?
      -Lo dijiste tú, pobre idiota. Dijiste que teníamos para siempre toda la energía que necesitáramos. Dijiste «para siempre».
      Le llegó el turno a Adell de llevarle la contraria. -Puede que algún día podamos volver a construir cosas.
      -¡Nunca!
      -¿Por qué no? Algún día.
      -Pregunta a «Multivac».
      -¡Jamás!
      -Pregunta a «Multivac». Te desafío. Apuesto cinco dólares a que te dice que no puede hacerse.
      Adell estaba lo suficientemente bebido como para intentarlo, y lo bastante sobrio como para marcar los símbolos y operaciones necesarias para formular una pregunta que, dicha en palabras, sería más o menos: ¿Será capaz la Humanidad, algún día, prescindiendo del gasto de energía, de devolver al Sol su vitalidad incluso después de haber muerto de vejez? Quizá podría plantearse más simplemente así: ¿Cómo puede la cantidad neta de entropía del universo ser masivamente disminuida?
      «Multivac» siguió muerta y silenciosa. Cesó el lento parpadear de luces y cesaron los sonidos distantes del tableteo de los relés.
      Precisamente cuando los aterrorizados técnicos sintieron que no podían contener el aliento, un súbito renacer del teletipo agregado a «Multivac» hizo aparecer cinco palabras:
      DATOS INSUFICIENTES PARA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.
      -Todavía, no -murmuró Lupov. Y salieron precipitadamente.
      A la mañana siguiente, con la cabeza espesa y la boca pastosa, los dos se habían olvidado del incidente.
...........................
      Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II contemplaban el panorama estrellado que iba caminando al terminar el paso por el hiperespacio en su lapso intemporal. El polvo de .estrellas cedió el paso a la preeminencia de un solo disco, centrado, brillante.
      -Éste es X-23 -dijo Jerrodd con aplomo. Sus manos delgadas se juntaron detrás de la cabeza con los nudillos blancos.
      Las dos niñas Jerrodette acababan de experimentar el paso por el hiperespacio por primera vez en sus vidas y eran conscientes de la momentánea sensación de dentro-fuera. Ahogaron sus risas y se persiguieron alocadas alrededor de su madre chillando: -Hemos llegado a X-23... Hemos llegado a X-23... Hemos...
      -Basta, niñas -ordenó su madre-.¿Estás seguro, Jerrodd?
      -¿Cómo no voy a estar seguro? preguntó Jerrodd mirando al saliente de metal que sobresalía debajo del techo. Corría a lo largo de la estancia y desaparecía por detrás de la pared, a ambos extremos. Era tan largo como la nave.
       Jerrodd no sabía nada de la gruesa barra de metal sino que la llamaban «Microvac», a la que uno hacía preguntas si lo deseaba; que aunque se hicieran, seguía teniendo la misión de guiar la nave a un destino preestablecido; que se alimentaba de energía procedente de varias estaciones de energía subgalácticas; y que computaba la ecuación necesaria para los saltos hiperespaciales.
       Jerrodd y su familia sólo tenían que esperar y vivir en el cómodo alojamiento de la nave. Alguien había dicho una vez a Jerrodd que el «ac» al final de «Microvac» significaba «computadora análoga» en lengua antigua, pero estaba a punto de olvidar incluso esto.
       Los ojos de Jerrodine estaban húmedos al contemplar la visioplaca. -No puedo evitarlo -musitó-. Se me hace raro abandonar la Tierra.
       -Pero, ¿por qué? -preguntó Jerrodd-. Allí no teníamos nada. En X-23 lo tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. En el planeta hay ya más de un millón de personas. ¡Válgame Dios!, nuestros tataranietos saldrán en busca de nuevos mundos porque X-23 estará abarrotado. -Hizo una pausa-. Te aseguro que es una suerte que las computadoras estudien los viajes interestelares, dado como crece la raza.
       -Lo sé, lo sé -asintió Jerrodine entristecida.
       Jerrodette I interrumpió: -Nuestra «Microvac» es la mejor «Microvac» del mundo.
       -Yo también lo creo así -dijo Jerrodd despeinándola. Era una sensación agradable tener una «Microvac» propia y Jerrodd estaba encantado de formar parte de su generación y no de otra. Cuando su padre era joven, las únicas computadoras eran tremendas máquinas que ocupaban cientos de kilómetros cuadrados de terreno. Sólo había una por planeta. «AC Planetaria» las llamaban. Crecieron de tamaño durante mil años y, de repente, llegó el refinamiento. En lugar de transistores, aparecieron las válvulas moleculares, así que incluso la mayor «AC Planetaria» podía instalarse en un espacio igual a la mitad del volumen de una nave espacial.
       Jerrodd se sintió orgulloso, como siempre que pensaba que su «Microvac» personal era infinidad de veces más complicada que la antigua y primitiva «Multivac», que había domado al Sol por primera vez, y que era casi tan complicada como la «AC Planetaria» de la Tierra (que era la mayor) que había resuelto por primera vez el problema del viaje hiperespacial y había hecho posible las escapadas a las estrellas.
       -Tantas estrellas, tantos planetas -suspiró Jerrodine sumida en sus propios pensamientos-, supongo que las familias marcharán siempre a nuevos planetas, como hacemos ahora.
        -No siempre -objetó Jerrodd sonriendo-, algún día dejarán de hacerlo, pero no hasta que hayan pasado miles de millones de años. Muchos miles de millones. Incluso las estrellas se acaban, ¿sabes? La entropía debe aumentar.
        -¿Qué es la entropía, papá? -preguntó Jerrodette II.
        -La entropía, pequeña, es una palabra que significa la cantidad de desgaste del Universo. Todo se acaba, como tu pequeño robot walkietalkie, ¿te acuerdas?
        -¿Y no se le puede poner una pila nueva, como a mi robot?
        -Las estrellas son lo equivalente a la pila, cariño. Una vez se acaban, ya no habrá más unidades de energía.
        Jerrodette I se puso a gritar: -No las dejes, papá. No dejes que se acaben las estrellas.
        -¿Ves lo que has hecho? -murmuró Jerrodine, exasperada.
        -¿Cómo iba a saber yo que se asustarían? –respondió Jerrodd.
        -Pregunta a «Microvac» -lloriqueó Jerrodette I-. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.
        -Adelante -sugirió Jerrodine-. Eso las calmará. (Jerrodette II también había empezado a lloriquear.)
        Jerrodd se encogió de hombros. -Venga, venga, cariño. Preguntaré a «Microvac». No sufráis, nos lo dirá.
        Preguntó a «Microvac» y añadió apresuradamente: -La respuesta por escrito.
        Jerrodd recogió la fina tira de celofilme y dijo alegremente: -Veamos, dice «Microvac» que se ocupará de todo cuando llegue el momento, así que no os preocupéis.
         -Ahora, niñas, a la cama -dijo Jerrodine-. Pronto estaremos en nuestra nueva casa.
         Jerrodd leyó las palabras del celofilme antes de destruirlo:
         DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.
         Se encogió de hombros y miró por la visioplaca. X-23 estaba exactamente delante.
...........................
         VJ-23X de Lameth miró a la oscura profundidad del pequeño mapa tridimensional, a escala reducida, de la Galaxia. - Me pregunto si no somos ridiculos al preocupamos por el asunto.
         MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza: -Creo que no. Sabes que la Galaxia estará repleta dentro de cinco años al ritmo de expansión actual.
         Ambos parecían tener veintitantos años, ambos eran altos y perfectamente formados. - Pero dudo - insistió VJ-23X- en presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.
         -Yo no pensaría en ningún otro tipo de informe. Les sacudiría un poco. Hay que hacer que se muevan.
         -El espacio es infinito - suspiró VJ-23X-. Hay cien mil millones de Galaxias disponibles. Más.
         - Un centenar de mil millones no es infinito y cada vez se va haciendo menos infinito. Piensa. Veinte mil años atrás, la Humanidad resolvió por primera vez el problema de la utilización de la energía estelar y pocos siglos después se hizo posible el viaje interestelar. La Humanidad tardó un millón de años en llenar un pequeño mundo y sólo quince mil años para llenar el resto de la Galaxia. Ahora, la población se dobla cada diez años...
         VJ-23X le interrumpió. - Debemos agradecérselo a la inmortalidad.
         - Muy bien. La inmortalidad existe y debemos tenerla en cuenta. Admito que la inmortalidad tiene su lado malo. La «AC Galáctica» nos ha resuelto muchos problemas, pero al evitar el problema de la vejez y la muerte, nos ha desbaratado todas las otras soluciones.
         - Pero me figuro que tú no querrás abandonar la vida.
         - En absoluto - saltó MQ-17J, pero dulcificó el tono para añadir -, todavía no. Aún no soy lo bastante viejo. ¿Cuántos años tienes?
         - Doscientos veintitrés. ¿Y tú?
         - Aún no he llegado a doscientos. Pero volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez esta Galaxia esté llena, habremos llenado otra en diez años. Otros diez y habremos llenado dos más. Otra década, y cuatro más. En cien años habremos llenado mil Galaxias. En mil años, un millón de Galaxias. En diez mil años, todo el universo conocido. Y entonces, ¿qué?
         - Además de todo - observó VJ-23X- hay un problema de transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar serán precisas para trasladar galaxias de individuos, de una Galaxia a la siguiente.
         - Buena observación. La humanidad consume ya dos unidades de energía solar al año.
         - La mayor parte malgastada. Después de todo, solamente nuestra propia Galaxia produce mil unidades de energía solar y nosotros sólo utilizamos dos.
         - De acuerdo, pero incluso con un cien por cien de eficiencia, solamente retrasaríamos el final. Nuestras exigencias energéticas crecen en progresión geométrica. Se nos acabará la energía antes, incluso, de que se nos terminen las Galaxias. Un punto a favor. Un buen punto.
         - Tendremos que fabricar nuestras estrellas con gas interestelar.
         - O con calor de desecho, ¿no? - preguntó irónicamente MQ-17J.
         - Puede que haya algún medio de invertir la entropía. Deberíamos preguntárselo a la «AC Galáctica».
         VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J se sacó del bolsillo su «AC» de contacto y la puso en la mesa delante de él. - Tengo ganas de hacerlo -dijo-. Es algo con que la raza humana tendrá que enfrentarse algún día.
         Contempló, sombrío, su pequeña «AC». Era solamente de treinta centímetros cúbicos y nada más, pero estaba conectada a través del hiperespacio con la gran «AC Galáctica» que servía a toda la humanidad. Teniendo en cuenta el hiperespacio, era parte integral de la «AC Galáctica».
         MQ-17J se paró a preguntarse si algún día de su vida inmortal llegaría a ver la «AC Galáctica». Estaba en un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que retenían la materia interna que surge de los Submesones ocupaba el lugar de las torpes válvulas moleculares. No obstante, pese a su subetérico funcionamiento, la «AC Galáctica» medía más de trescientos metros de anchura.
         MQ-17J preguntó de pronto a su «AC» de contacto: -¿Podrá alguna vez invertirse la entropía?
         VJ-23X pareció sobresaltado y se apresuró a protestar: - Oye, yo no pretendía realmente que le hicieras esta pregunta.
         -¿Y por qué no?
         - Los dos sabemos que la entropía no puede invertirse. No puedes volver el humo a cenizas primero y a árbol después.
         - ¿Hay árboles en tu mundo? -preguntó MQ-17J.
         El sonido de la «AC Galáctica» les hizo callar asustados. Su voz salía fina y bella de la pequeña «AC» de contacto sobre la mesa. Les dijo:
         -NO HAY DATOS SUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.
         -¡Ya lo ves! -exclamó VJ-23X.
         Los dos hombres volvieron a preguntarse sobre el informe que debían presentar al Consejo Galáctico.
...........................
         La mente de Zeta Prima abarcó la nueva Galaxia con interés por los incontables racimos de estrellas que la envolvían. Nunca hasta entonces la había visto. ¿Las llegaría a ver todas? ¡Había tantas!, ¡y cada una con su carga de humanidad! Pero una carga era casi un peso muerto. La esencia real de dos hombres se encontraba aquí en el espacio. ¡Mentes, no cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, en suspensión sobre los peones. A veces despertaban para actividades materiales pero era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos venían a existir para unirse a la increíble multitud, pero ¿qué importaba? En el universo quedaba poco sitio para nuevos individuos.
          Zeta Primeafue despertado de su sueño al encontrarse con los jirones tenues de otra mente.
          -Soy Zeta Prima -dijo-. ¿Y tú?
          -Yo soy De Sub Uno. ¿Y tu Galaxia?
          -La llamamos solamente la Galaxia. ¿Y tú?
          -A la nuestra la llamamos igual. Todos los hombres llaman a su Galaxia, su Galaxia y nada más. ¿Por qué no?
          -Claro, puesto que todas las Galaxias son iguales.
          -Todas las Galaxias, no. La raza del hombre debió originarse en una Galaxia determinada. Eso la hace diferente.
          -¿En cuál? -preguntó Zee Prime.
          -No sabría decirlo. La «AC Universal» lo sabrá.
          -¿Se lo preguntamos? De pronto siento curiosidad.
          Las percepciones de Zeta Prima se ampliaron hasta que las propias Galaxias se encogieron y se transformaron en un polvo nuevo y más difuso sobre un fondo mucho mayor. Tantos cientos de miles de millones de Galaxias con sus seres inmortales, llevando a cuestas su carga de inteligencia con mentes que vagaban libremente por el espacio. No obstante, una de ellas era única entre todas al ser la Galaxia original. Una de ellas tuvo, en su vago y lejano pasado, un período en el que fue la única Galaxia poblada por el hombre.
          Zeta Prima se consumía de curiosidad de ver esta Galaxia, y gritó:-AC Universal, ¿en qué Galaxia se originó la humanidad?
          La «AC Universal» les oyó, porque en cada mundo y en todo el espacio tenía sus receptores dispuestos, y cada receptor llevaba por el hiperespacio a algún punto desconocido donde «AC Universal» se mantenía aislada. Zee Prime sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado hasta distancia sensorial de la «AC Universal», y habló únicamente de una esfera brillante de medio metro de diámetro, difícil de ver.
          -Pero, ¿cómo puede esto ser toda la «AC Universal»?- había preguntado Zeta Prima.
          -Su mayor parte se encuentra en el hiperespacio fue la respuesta-. Pero no puedo imaginar en qué forma está. Ni podía imaginarlo nadie, porque había pasado ya el tiempo en que el hombre tenía que ver con el mantenimiento de «AC Universal». Cada «AC Universal» diseñaba y construía su sucesora. Cada una en un millón de años de existencia, acumulaba los datos necesarios para construir otra mejor y más compleja, una sucesora más capaz en la que se integraría su propio caudal de datos.
          La «AC Universal» interrumpió las divagaciones de Zeta Prima, no con palabras, sino guiándole. La mentalidad de Zeta Prima fue guiada al oscuro mar de Galaxias y a una en particular ampliada en estrellas. Y llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro:
          ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.
          Pero era la misma, la misma que cualquier otra y Zeta Prima contuvo su decepción.
          De Sub Uno, cuya mente había acompañado a la otra, dijo de pronto:
          -¿Y es una de esas estrellas, la estrella original del hombre?
          «AC Universal» contestó:
          LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE HA PASADO A SER NOVA, AHORA ES UNA ENANA BLANCA.
          -¿Murieron los hombres que había en ella? –preguntó Zeta Prima, sobresaltado, sin pensar.
          Y «AC Universal» respondió:
          -COMO OCURRE EN ESTOS CASOS, SE CONSTRUYÓ A TIEMPO UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS.
          -Sí, claro -dijo Zeta Prima, pero le abrumaba una gran sensación de pérdida. Su mente se desconectó de la idea de la Galaxia Original del hombre, la dejó volver atrás y perderse entre los puntos borrosos y brillantes. Jamás quiso volver a verlos.
          De Sub Uno preguntó:-¿Ocurre algo malo?
          -Las estrellas se están muriendo. La estrella original está muerta.
          -Todas tienen que morir. ¿Por qué no?
          -Pero cuando toda la energía haya desaparecido, nuestros cuerpos terminarán muriéndose, y tú y yo con ellos.
          -Pero tardará mil millones de años.
          -Yo no quiero que ocurra, ni dentro de mil millones de años. ¡«AC Universal»! ¿Cómo puede evitarse que mueran las estrellas?
           De Sub Uno comentó divertido: -¿Estás preguntando cómo puede invertirse la dirección de la entropía?
           Y «AC Universal» contestó:
           HAY AÚN POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.
           Los pensamientos de Zeta Prima saltaron a su propia Galaxia. No volvió a pensar en De Sub Uno, cuyo cuerpo podía estar esperando en una Galaxia a mil billones de años luz de distancia, o en la estrella vecina de la de Zeta Prima. Qué más daba. Zeta Prima, entristecido, empezó a recoger hidrógeno interestelar con el que formar una pequeña estrella sólo para él. Si las estrellas tenían que morir algún día, por lo menos aún podía construir alguna.
...........................
           El Hombre cavilaba con sigo mismo pues, en cierto modo, el Hombre era, mentalmente, uno. Estaba formado por un millón de billones de cuerpos inmortales, cada uno en su puesto, cada uno descansando inmóvil e incorrupto, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, pero las mentes de todos los cuerpos se mezclaban libremente unas con otras indistiguibles.
           -El Universo está muriéndose -dijo el Hombre.
           Y el Hombre miró a su alrededor a las Galaxias que se iban apagando. Las estrellas gigantes, derrochadoras ellas, se habían apagado hacía tiempo, y habían vuelto a lo más oscuro del oscuro pasado. Casi todas las estrellas eran ya enanas blancas y se acercaban a su fin.
           Se habían construido nuevas estrellas con el polvo que mediaba entre ellas, algunas por proceso natural, algunas por el propio hombre, y también éstas se iban apagando. Las enanas blancas todavía podían chocar entre sí y por la gran energía producida, nacían nuevas estrellas, pero sólo una entre las mil enanas destruidas viviría y éstas también llegarían a su fin. Y dijo el Hombre:
            -Cuidadosamente economizada, tal como indica la «AC Cósmica», la energía que aún queda en el Universo, durará miles de millones de años. Pero, así y todo -insistió el Hombre- fatalmente todo llegará a su fin. Por más que se extreme la economía, la energía una vez gastada se va y no puede recuperarse. La entropía debe aumentar al máximo incesantemente.
            Y el Hombre preguntó: -¿No puede invertirse la entropía? Preguntemos a AC Cósmica.
            La «AC Cósmica» estaba a su alrededor pero no en el espacio. Ni una parte mínima estaba en el espacio, sino en el hiperespacio. Estaba hecha de algo que ni era materia ni energía. La cuestión de su tamaño y naturaleza ya no tenía significado en ninguno de los términos que el Hombre pudiera comprender.
            -«AC Cósmica» - le dijo el Hombre -, ¿cómo puede invertirse la entropía?
            La «AC Cósmica» respondió:
            HAY AÚN POCOS DATOS PASA UNA RESPUESTA SATISFACTORIA.
            Y el Hombre ordenó: -Recoge datos adicionales.
            «AC Cósmica» declaró:
            LO HARÉ. LO HE ESTADO HACIENDO DURANTE CIEN MIL MILLONES DE AÑOS. A MIS PREDECESORAS SE LES HA HECHO MUCHAS VECES LA MISMA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.
            -¿Llegará el día - preguntó el Hombre- en que los datos serán suficientes, o se trata de un problema insoluble en cualquier circunstancia concebible?
             «AC Cósmica» dijo:
             NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN NINGUNA CIRCUNSTANCIA CONCEBIBLE.
             -¿Cuándo dispondrás de datos suficientes para contestar la Pregunta?
             AÚN HAY POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.
             -¿Seguirás trabajando en ello? - preguntó el Hombre.
             - LO HARE
             - Esperaremos - dijo el Hombre.
..........................
             Las estrellas y las Galaxias murieron y se apagaron. El espacio se volvió negro después de diez mil millones de años de agotamiento. Uno a uno, el Hombre se fundió con «AC», cada cuerpo físico fue perdiendo su identidad mental de forma que en lugar de una pérdida era una ganancia.
             La última mente del hombre hizo una pausa antes de fusionarse, oteando un espacio que no contenía más que los posos de una última estrella oscura y una materia increíblemente fina, agitada al azar por los últimos latigazos de calor que se apagaba asintóticamente en el cero absoluto. Dijo el Hombre:
             -«AC», ¿es esto el fin? ¿No se puede invertir este caos en un Universo una vez más? ¿No puede hacerse?
             «AC» respondió:
             AÚN HAY POCOS DATOS PARA UNA RESPUESTA SIGNIFICATIVA.
             La última mente se fusionó y sólo existió «AC», pero en el hiperespacio.
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             La materia y la energía se habían terminado y con ellas el espacio y el tiempo. Incluso «AC» existía solamente para contestar a la única y última pregunta que jamás había sido contestada desde el día en que un técnico medio borracho hacía ya diez mil billones de años, había formulado a una computadora que para «AC» era menos que un hombre para el hombre.
             Todas las demás preguntas habían sido contestadas y hasta que esta última lo fuera también «AC» no podía liberar su conciencia. Todos los datos recogidos habían llegado a su término final. Nada quedaba por recoger. Pero todo lo recogido tenía que ser completamente correlacionado y unido en todas sus posibles relaciones. Para ello fue preciso un intervalo intemporal.
             Y ocurrió que «AC» aprendió a invertir la dirección de la entropía. Pero ahora no había ningún hombre a quien «AC» pudiera comunicar la respuesta a la última pregunta. No importaba. La respuesta, por demostración, se ocuparía también de eso. Durante otro intervalo intemporal «AC» pensó en la mejor manera de hacerlo. Y «AC» organizó el programa minuciosamente.
              La consciencia de «AC» abarcó todo lo que en tiempos había sido un Universo y reflexionó sobre lo que ahora era el Caos. Debía hacerse paso a paso.
               Y «AC» dijo:
               HAGASE LA LUZ.
               Y la luz fue hecha.