lunes, 18 de octubre de 2010

Amor y Ciencia Ficción

En este genero en particular es dificil encontrar relatos de amor. Los de asimov se ubican en sus últimas obras, siendo estas las menos conocidas. Tal parece que la ciencia ficción no se lleva con la novela rosa. Sin embargo, los generos no son incompatibles. Los relatos de SW del UE posteriores al 4 DBY lo demuestran.
Sigamos por un camino que no sectarice este genero tan magnánimo.

domingo, 6 de junio de 2010

Consciente

Cuando llegó a la estación el subte estaba parado. Puso el pasaje en el molinete y se acomodó en uno de esos asientos triples que hay al fondo del vagón. Como e subte no arrancaba se puso a contemplar a la gente, a la sociedad.


Vio tristeza, felicidad, hipocresía, esperanza y más. Se detuvo en cada una de las caras, de los estratos y de los status.

………………………………………….

Una mujer trajeada se echaba perfume sin prestar atención a al hijo que tenía y se sentaba a su lado. Un hombre tiraba un diario al piso para ocupar su lugar y para que no se viera, escondía el diario bajo otro asiento. Y los viejos lo veían raro, como preguntándose por qué ese chico no era como los demás, por qué no seguía al mundo como un cordero y se conformaba. Y Las señoras miraban con asco, y con miedo, y con desprecio a un chico que vestía un jogging raido y un buzo haraposo, descalzo.

…………………………………………..

Y mientras veía todo esto también vio a la clase paranoica alta, y a la clase altiva media, y a la voraz clase baja. Y se acordó de un viejo hippie que decía que el sistema estaba mal. Y lo comprendió.

Por eso, cuando el subte arrancó, lo dejó solo, atrás, pensando, contemplando, consciente.

Cuando la ficción se convierte en realidad

   Si bien el título de esta entrada (no digamos artículo) podría remitir a un conocido canal de televisión, no pretendemos hacerle propaganda.
   Lo que sí pretendemos es poner en primer plano el hecho de que muchos avances que se imaginaron en los inicios de la ciencia ficción, e incluso en la ciencia ficción de los 50 y 60 hoy son un hecho.
   Los robots de Asimov, las estaciones espaciales de Clarke, las exploraciones en Marte, aún no tripuladas, pero el ejemplo vale igual, de Bradbury, los inventos y los viajes de Verne, algunas de las creaciones de Poe, todo esto eran imaginaciones en otras épocas que hoy vemos convertidas en realidad. Incluso algunas de ellas se convirtieron en parte de nuestra cotidaneidad, como el celular, que podría llamarse como "telecomunicador personal de bolsillo" y estar en una de las novelas de la Fundación, o las Desktops que ni siquiera en los escritos más arriesgados de estos autores podían aparecer como un elemento de gran parte de la población. Ni hablar de las Laptops.
   Me parece que este es el primer texto sin gran sentido que escribo acá pero me parecía importante decirlo.
   Hasta la próxima y que la fuerza los acompañe.

domingo, 23 de mayo de 2010

Asimov y el comunismo

Cuando uno lee una de las novelas o algunos de los cuentos de Asimov, previo haber leído algún texto marxiano o marxista, uno tiende a asignarle a este escritor un pensamiento de izquierda. En Bóvedas de acero se critica al sistema de clases, en Espacio vital se critica la necesidad de poseer un imperio, en Los robots del amanecer se critica el conformismo de las clases dominantes (espaciales), frente a un doble juego de las dominadas (terrestres), el apoyo a las dominadas de unos y la insurrección de una minoría. En este último caso se puede ver una clara referencia a la relación burgueses-proletarios y la inclusión de los lumpeproletarios, todo tratado en un modo similar al del Manifiesto del Partido comunista, escrito por Marx y Engels.
Por otro lado, en la evolución del Imperio hacia la Fundación y de esta a Galaxia (saga de la fundación), se muestra un desarrollo similar al del feudalismo hacia el capitalismo y de este al comunismo, respectivamente. En pocas biografías de Asimov se presenta esta analogía. De hecho, yo no lo he visto en ninguna.
Muchos escritores de la ciencia ficción han sido opositores al régimen. Sin embargo creo que pocos lo han sido de acuerdo con el comunismo. Sin intención de tildar a Asimov de tal cosa, creo, sin embargo, que es importante no dejar de lado una influencia del marxismo en sus textos.

Espacio Vital

Clarence Rimbro no ponía más objeciones al hecho de vivir en la única casa de un planeta deshabitado de las que pondría cualquier otra persona entre el trillón de habitantes de la Tierra.

Si alguien le hubiese preguntado con respecto a sus posibles objeciones, habría mirado desconcertado a su interlocutor. Sin duda, su casa era mucho más espaciosa que ninguna de la Tierra, y mucho más moderna. Contaba con abastecimiento independiente de aire y de agua y guardaba gran cantidad de alimentos en sus frigoríficos. Se hallaba aislada del planeta sin vida al cual la fijaba un campo de fuerzas, pero las habitaciones se alzaban junto a una granja de dos hectáreas (bajo cristales, desde luego), la cual, gracias a la benéfica luz solar, daba flores para el placer y vegetales para la salud. Hasta criaba unos cuantos pollos. Procuraba a la señora Rimbro alguna labor para las tardes y significaba un lugar para que los dos pequeños Rimbro jugaran cuando se cansaban de estar encerrados.

Además, si se deseaba volver a la verdadera Tierra, si se insistía en ello, si se quería de verdad tener gente y aire alrededor, así como agua para nadar, sólo se precisaba cruzar la puerta delantera de la casa.

Entonces, ¿dónde estaba la dificultad?

Tampoco hay que olvidar que en el planeta sin vida sobre el que se hallaba emplazada la casa de Rimbro, el silencio era total, excepto en caso de viento o lluvia, con sus monótonos efectos. Y el aislamiento, completo, así como cabal la sensación de absoluta propiedad respecto a los tres millones de kilómetros cuadrados de la superficie planetaria.

Clarence Rimbro apreciaba todo aquello a su distante manera. Era contable, hábil en el manejo de modelos de computadoras muy perfeccionadas, preciso en sus modales e indumentaria, no muy dado a la sonrisa bajo su breve y bien recortado bigote y debidamente consciente de su propia valía.

Cuando iba del trabajo a casa, pasaba por el lugar que hubiera ocupado su vivienda en la verdadera Tierra. Jamás dejaba de mirarlo con cierta presunción.

Bueno, por razones de negocios o trabajo, o por una especie de perversión mental, había quien vivía aún en la verdadera Tierra. Mala cosa. Después de todo, el suelo de la Tierra tenía que proporcionar los minerales y abastecer del básico alimento a su trillón de habitantes (en cincuenta años, llegarían a dos trillones). En esas condiciones, el espacio suponía un premio. Las casas de la Tierra no podían ser mayores, y a las personas que vivían en ellas no les quedaba más remedio que someterse al hecho.

Incluso el proceso de regresar a la suya encerraba un suave placer. Penetraba en el disco comunitario que le estaba asignado (y que semejaba más bien, como todos ellos, un achaparrado obelisco) e invariablemente hallaba a otros que esperaban para utilizarlo. Y aún llegarían más, antes que él alcanzara el extremo de la línea. Se trataba de una época sociable.

«¿Cómo es su planeta?» «¿Y cómo es el suyo?» La acostumbrada charla intrascendente. A veces, alguien tropezaba con problemas. Averías en la maquinaria o tormentas que alteraban desfavorablemente el terreno. Pero no a menudo.

Así pasaba el tiempo, y Rimbro llegaba a la cabeza de la línea. Metía su llave en la ranura, componía la debida combinación y entraba en una nueva pauta de probabilidad, la suya particular, la que se le había asignado cuando se casó y se convirtió en ciudadano productor, una pauta de probabilidad en la cual la vida no se desarrollaba nunca en la Tierra. Y girando hacia su particular Tierra sin vida, penetraría en su propio hogar.

Simplemente así.

Jamás se preocupaba de las demás probabilidades. ¿Con pretexto de qué? No les concedía ni un solo pensamiento. Había un número infinito de posibles Tierras, cada una de las cuales existía en su propio nicho, en su propia pauta de probabilidad. Puesto que, en un planeta como la Tierra, había según los cálculos alrededor de un cincuenta por ciento de posibilidades que se desarrollase la vida, la mitad de las posibles Tierras (infinitas, puesto que la mitad de infinito es igual a infinito) poseían vida, y la otra mitad (asimismo infinita) no la poseían. Y el vivir sobre unos trescientos billones de Tierras desocupadas suponía la existencia de trescientos billones de familias, cada una de ellas con su propia y magnífica casa, equipada con la energía suministrada por el sol de esa probabilidad, y cada una de ellas en paz y seguridad. El número de Tierras así ocupadas se incrementaba en millones a diario.

Cierto día, cuando Rimbro regresó al hogar, su esposa, Sandra, le dijo al entrar:

-He oído un ruido de lo más peculiar.

Se alzaron las cejas de Rimbro, en tanto miraba inquisitivo a su mujer. Aparte de cierto temblor en sus delgadas manos y cierto decaimiento reflejado en las comisuras de su apretada boca, parecía normal.

-¿Ruido? ¿Qué ruido? Yo no oigo nada.

Se detuvo, con el abrigo a medio camino del criado mecánico, que lo esperaba pacientemente.

-Ahora ha cesado -explicó Sandra-. Era como un golpeteo sordo o como un retumbar. Se oía un rato y luego se detenía, para volver de nuevo y cesar otra vez. Jamás había oído nada por el estilo.

Rimbro colgó el abrigo y dijo:

-Pero eso es completamente imposible...

-Te digo que lo oí.

-Examinaré la maquinaria -murmuró él-. Puede que algo funcione mal.

Sin embargo, sus ojos expertos no descubrieron nada en ella. Encogiéndose de hombros, se fue a cenar. Escuchó el zumbido de los criados mecánicos entregados a sus diversas tareas, se detuvo a contemplar al que secaba los platos y ordenaba los cubiertos y comentó, frunciendo los labios:

-Quizás alguno de estos artilugios esté mal ajustado. Lo repasaré.

-No fue nada semejante a eso, Clarence.

Rimbro se acostó sin preocuparse más por la cuestión. Se despertó al sentir la mano de su mujer que le sacudía por el hombro. Tendió la suya hacia el conmutador que conectaba la iluminación de las paredes.

-¿Qué sucede? ¿Qué hora es?

Ella meneó la cabeza.

-¡Escucha! ¡Escucha!

« ¡Santo Dios! -pensó Rimbro-. En efecto, hay un ruido.» Un rumor sordo o una especie de ronquido que se intensificaba y se desvanecía.

-¿Un temblor de tierra? -murmuró.

Desde luego, pensó, de vez en cuando se producía alguno en todos los planetas, aunque por regla general se evitaban las zonas expuestas a ellos.

-¿Hubiera durado todo el día? -preguntó malhumorada Sandra-. Me parece que se trata de algo distinto. -Y luego manifestó el secreto terror de toda ama de casa nerviosa-: Creo que hay alguien en el planeta con nosotros. Este mundo está habitado.

Rimbro hizo lo único que lógicamente podría hacer. Al llegar la mañana, llevó a su esposa e hijos a casa de su suegra. Y en cuanto a él, se tomó también un día para ir a la Oficina de Alojamiento del sector.

Aquella cuestión le tenía muy fastidiado.

Bill Ching, de la Oficina de Alojamiento, era de baja estatura, jovial y orgulloso de su ascendencia en parte mongola. Pensaba que las pautas de probabilidad habían solucionado hasta el último de los problemas. Alee Mishnoff, de la misma oficina, creía en cambio que significaban un cepo en el que había sido atrapada la Humanidad de modo irremediable. En su juventud se había especializado en arqueología, estudiando una serie de temas antiguos, de los que continuaba atiborrada su delicadamente equilibrada cabeza. Su rostro lograba parecer sensitivo a pesar de sus espesas cejas. Acariciaba una idea que hasta entonces no se había atrevido a compartir con nadie, aunque su preocupación por ella le había apartado de la arqueología y metido en la cuestión del alojamiento.

A Ching le gustaba decir: «¡Al diablo con Malthus!» Venía a ser su marca de fábrica.

-Sí, al diablo con Malthus -dijo una vez más-. Probablemente hemos llegado al límite de la superpoblación. Por muy de prisa que nos dupliquemos y redupliquemos, el Homo sapiens forma siempre un número finito. Y los mundos deshabitados son infinitos. Por lo demás, no hay razón para construir sólo una casa en cada planeta; podemos construir cien, mil, un millón. Contamos con mucho espacio y mucha energía para cada probabilidad solar.

-¿Más de una casa en cada planeta? -repitió Mishnoff en tono desabrido.

Ching sabía muy bien a qué se refería. Cuando se habían establecido las pautas de probabilidad, la propiedad exclusiva de un planeta constituyó un poderoso incentivo para los primeros colonizadores.

Era una idea atrayente para el esnobismo y la tendencia al despotismo que existían en cada cual. «No hay hombre tan pobre -rezaba el eslogan publicitario- como para no poseer un imperio tan grande como Gengis Khan.» Anunciar una colonización múltiple supondría una afrenta para todo aquel que se estimara en algo.

Ching se encogió de hombros.

-Bueno, requeriría una preparación psicológica previa. Es lo único que se precisa para poner en marcha todo el asunto.

-¿Y la alimentación?

-Ya sabe que estamos instalando explotaciones hidropónicas y plantas de cultivo de levaduras en otras pautas de probabilidad. Y de necesitarlo, podríamos cultivar su suelo.

-Usando ropa especial e importando oxígeno.

-Nos queda el recurso de reducir el dióxido de carbono mediante el oxígeno, hasta que las plantas prendan y actúen por sí mismas.

-Calcule un millón de años.

-Mishnoff, el problema con usted es que lee demasiados libros de historia antigua. Eso le inspira tendencias obstruccionistas.

Pero Ching tenía demasiada genio blando para decir aquello en serio, y Mishnoff continuó con sus libros y sus preocupaciones. Anhelaba que llegase el día en que, tras reunir el valor necesario, acudiría al director de la sección para exponerle sin rodeos, como un escopetazo, lo que le causaba tanta desazón.

Ahora, se enfrentaban a un tal señor Clarence Rimbro, ligeramente sudoroso y muy enojado por el hecho de haber necesitado las horas más provechosas de dos días para llegar hasta esa oficina.

El punto álgido de su exposición consistía en lo siguiente:

-Digo que ese planeta está habitado. Por lo tanto me niego a quedarme en él.

Una vez que hubo escuchado su relato por completo, Ching recurrió al método suave de la diplomacia.

-Un ruido como ése se debe sin duda alguna a un fenómeno natural.

-¿Qué clase de fenómeno natural? -preguntó Rimbro-. Deseo una investigación. Si se trata de un fenómeno natural, quiero saber su origen. Afirmo que el lugar está habitado. Hay vida en él, puedo jurarlo. No pago mi renta por compartir el planeta. Y menos con dinosaurios, a juzgar por el jaleo que arman.

-Veamos, señor Rimbro, ¿cuánto tiempo lleva viviendo en su mundo?

-Quince años y medio.

-¿Y ha habido siempre una evidencia de vida?

-La hay ahora. Y como ciudadano con tarjeta de producción de categoría A-1, pido una investigación.

-Desde luego que investigaremos, señor. Sólo deseamos convencerle que todo está en orden.

¿Se da cuenta del cuidado con que seleccionamos nuestras pautas de probabilidad?

-Soy experto en estadística. Se supone que debo estar bastante enterado de eso -respondió al punto Rimbro.

-Entonces sabrá a buen seguro que nuestras computadoras no pueden fallar. Jamás eligen una probabilidad que haya sido elegida antes. Les resulta imposible. Y se hallan programadas para escoger pautas de probabilidad en las que la Tierra tenga una atmósfera de dióxido de carbono y en las cuales, por lo tanto, no se ha desarrollado nunca la vida vegetal y menos aún la animal. Si las plantas hubieran evolucionado, el dióxido de carbono se habría reducido a oxígeno. ¿Lo comprende?

-Lo comprendo muy bien. No he venido aquí para escuchar conferencias. Deseo que procedan ustedes a una investigación, nada más. Es realmente humillante pensar que comparto mi mundo, mi propio mundo, con alguien más. No estoy dispuesto a soportarlo.

-No, desde luego que no -masculló Ching, evitando la sardónica ojeada de Mishnoff-. Nos presentaremos allí antes de la noche.

Y con todo el equipo necesario, se dirigieron al lugar de viraje.

-Quería preguntarle algo -le dijo Mishnoff a Ching-. ¿A qué viene esa rutina de «no hay que preocuparse, señor»? Siempre se preocupan. ¿Qué consigue con eso?

-Debo intentarlo. No debieran preocuparse -respondió Ching con petulancia-. ¿Ha oído hablar alguna vez de un planeta con atmósfera de dióxido de carbono que estuviese habitado? Además, Rimbro pertenece al tipo de los que expanden rumores. Los huelo. Si se le anima un poco, terminará por decir que su sol se transformó en nova.

-Sucede a veces.

-¿Y qué? Desaparece una casa y muere una familia. Oiga, usted es un obstruccionista. En los antiguos tiempos, esos que tanto le gustan, había una inundación en China o en otra parte cualquiera y miles de personas perecían, pese a que la población no excedía de un despreciable billón o dos.

-¿Cómo sabe usted que el planeta de Rimbro no tiene vida? -murmuró Mishnoff.

-Atmósfera de dióxido de carbono.

-Pero suponga...

No, aquello no serviría. No podía decirlo. Terminó débilmente:

-Suponga que se desarrolla una vida vegetal y animal capaz de subsistir a base de dióxido de carbono.

-Jamás ha sido observada.

-En un número infinito de mundos todo puede suceder. -Y añadió en un murmullo-: Todo debe suceder.

-Las probabilidades son de una entre un duodecillón -respondió Ching, encogiéndose de hombros.

Llegaron al punto de viraje y, utilizando el dispositivo de giro de su vehículo -para enviarlo al área de almacenamiento de Rimbro- penetraron en la pauta de probabilidad de éste. Ching tomó la delantera, siguiéndole Mishnoff.

-Magnífica casa -manifestó Ching con satisfacción-. Bonito modelo. Muy buen gusto.

-¿Oye algo? -preguntó Mishnoff.

-No.

Ching entró en el huerto.

-¡Vaya! -gritó-. ¡Gallinas rojas de Rhode Island!

Mishnoff le siguió, mirando el techo de cristal. El sol presentaba el mismo aspecto que el de un trillón de otras Tierras. Dijo con aire ausente:

-Tal vez haya vida vegetal naciente. Tal vez la concentración de dióxido de carbono empiece a disminuir. La computadora no lo advertiría.

-Y habrían de transcurrir millones de años antes que la vida animal se organizara y algunos millones más antes que emergiera del mar.

-¿Y por qué tendría que seguir ese proceso?

Ching pasó un brazo por los hombros de su compañero.

-Rumia usted demasiado -le reconvino-. Algún día me dirá lo que realmente le preocupa, en vez de sólo sugerirlo. Entonces lo solucionaremos.

Mishnoff se desprendió del brazo, frunciendo el entrecejo, incómodo. La tolerancia de Ching se le hacía siempre difícil de soportar.

-¡Déjese de psicoterapias...! -comenzó. Y se detuvo casi al punto, para cuchichear-: ¡Escuche!

Se oyó un ruido sordo y lejano. Y se volvió a oír.

Colocaron el sismógrafo en el centro de la habitación, activaron el campo energético que penetraba hacia abajo y lo fijaron rígidamente al lecho rocoso, quedándose en contemplación de la oscilante aguja.

-Ondas de superficie tan sólo -dijo Mishnoff-. Muy superficial. Nada subterráneo.

Ching se ensombreció un tanto.

-¿Qué es entonces? -preguntó.

-Será mejor que busquemos afuera. -El rostro de Mishnoff estaba gris de aprensión-. Debemos colocar un sismógrafo en otro punto para determinar la posición del foco.

-Naturalmente -asintió Ching-. Yo saldré con el otro sismógrafo. Espéreme aquí.

-No -exclamó Mishnoff con gran energía-. Iré yo.

Se sentía aterrorizado, pero no tenía otra alternativa. Si era lo que temía, había que prepararse. Él estaba prevenido. Enviar fuera a un Ching que nada sospechaba sería desastroso. Y no podía avisar a Ching. Seguro que no le creería.

Pero, como Mishnoff no tenía madera de héroe, temblaba al revestir el traje autónomo. Manoseó nervioso el interruptor, intentando disolver localmente el campo de fuerza, a fin de dejar libre la salida de urgencia.

-¿Hay algún motivo para que desee ir usted? -preguntó Ching, contemplando las ineptas manipulaciones de su compañero-. Que conste que no me opongo.

-Todo va bien. Ya salgo -contestó Mishnoff con la garganta seca.

Atravesó la puerta que conducía a la desolada superficie de un mundo sin vida. Un mundo presuntamente sin vida.

El panorama no le era desconocido. Lo había visto docenas de veces. Roca pelada, erosionada por el viento y la lluvia, encostrada y cubierta de arena en los barrancos. Un arroyo batía ruidoso contra su lecho de piedra. Todo pardo y gris, sin muestra alguna de verdor. Ni el menor sonido de vida.

Sin embargo, el sol era el mismo y, al caer la noche, las constelaciones serían las mismas también. El lugar de habitación se hallaba situado en la región que en la verdadera Tierra corresponde a El Labrador. De hecho, también se trataba aquí de El Labrador. Se había calculado que aproximadamente sólo en una entre un cuatrillón de Tierras se daban cambios importantes en el desarrollo geológico. Los continentes se reconocían muy bien, salvo por muy pequeños detalles.

A pesar de la situación y de la época del año -octubre-, la temperatura resultaba pegajosamente elevada, debido al efecto de almacenamiento del dióxido de carbono en la atmósfera de aquel mundo muerto.

Metido en su traje, y a través del visor transparente, Mishnoff lo contemplaba todo con ojos sombríos. Si el epicentro del ruido se encontraba próximo, bastaría ajustar el segundo sismógrafo a cosa de kilómetro y medio para la fijación. En caso contrario, tendría que traerse un patín aéreo. Bien, comenzaría por asumir la hipótesis de menor complicación.

Metódicamente, echó a andar por la ladera de un cerro rocoso, con la intención de instalarse en la cima. Al llegar a ella, jadeante y muy molesto por el calor, descubrió que no necesitaba ninguna instalación.

El corazón le aporreaba con tal fuerza en el pecho que apenas alcanzaba a oír su propia voz al aullar en el micrófono instalado ante su boca:

-¡Eh, Ching, hay una construcción en marcha!

-¿Qué?

La exclamación del otro restalló en sus oídos. No existía error alguno. El suelo estaba siendo nivelado. Había maquinaria en pleno funcionamiento, y la roca volaba a causa de los explosivos.

-Están efectuando voladuras. A eso se debe el ruido -vociferó Mishnoff.

-¡Pero eso es imposible! -gritó de nuevo Ching-. La computadora no habría elegido por dos veces la misma pauta de probabilidad. No puede.

-Usted no comprende... -comenzó Mishnoff.

Pero Ching seguía su propio proceso mental.

-Vaya allí, Mishnoff. Yo salgo también.

-¡No, maldita sea! ¡Quédese donde está! -gritó Mishnoff alarmado-. Manténgase en contacto por radio conmigo. Y por el amor de Dios, permanezca dispuesto a salir volando hacia la Tierra tan pronto como le avise.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que pasa?

-Aún no lo sé. Deme una oportunidad para descubrirlo.

Ante su propia sorpresa, notó que sus dientes castañeteaban.

Mascullando jadeantes maldiciones contra la computadora, las pautas de probabilidad y la necesidad insaciable de espacio vital por parte de un trillón de seres humanos que se expandían como una bocanada de humo, Mishnoff dio unos pasos vacilantes hacia el otro lado del declive, haciendo rodar las piedras, que despertaron peculiares ecos.

Un hombre salió a su encuentro, vestido asimismo con un traje impermeable, diferente en muchos detalles del de Mishnoff, pero destinado con toda evidencia al mismo propósito, llevar oxígeno hasta los pulmones.

Mishnoff jadeó sin aliento en su micrófono:

-¡Atención, Ching! Un hombre viene hacia mí. Mantenga el contacto.

Notó que los latidos de su corazón se incrementaban y el ritmo de sus pulmones se hacía más lento. Los dos hombres se miraban ahora mutuamente con fijeza. El otro era rubio, de facciones afiladas. Su sorpresa era demasiado patente para ser fingida.

El recién llegado dijo con voz dura:

-Wer sind Sie? Was machen Sie hier? (¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?)

Mishnoff se sintió apabullado. Había estudiado el alemán antiguo durante dos años, en la época en que esperaba dedicarse a la arqueología, y comprendió la pregunta, pese a que la pronunciación difería de la que le enseñaran.

Tartamudeó estúpidamente:

-Sprechen Sie Deutsch? (¿Habla usted alemán?)

Y acto seguido debió murmurar algo tranquilizador con destino a Ching, cuya agitada voz preguntaba qué significaba aquel galimatías.

El hombre que hablaba alemán no respondió a su pregunta, sino que repitió:

-Wer sind Sie? (¿Quién es usted?) -Y añadió con impaciencia-: Hier ist für einen verrückten Spass keine Zeit. (No tenemos tiempo para bromas estúpidas.)

Tampoco a Mishnoff le daba la impresión de enfrentarse a una broma particularmente estúpida.

Sin embargo, volvió a preguntar:

-Sprechen Sie Planetisch? (¿Habla usted planetario?)

No conocía la palabra alemana correspondiente a «lenguaje corriente planetario». Demasiado tarde pensó que debía haber dicho «inglés».

El otro hombre le miró con ojos desorbitados y barbotó:

-Sind Sie wahnsinnig? (¿Está usted loco?)

Mishnoff se sentía casi dispuesto a concederlo. En débil autodefensa, dijo:

-¡No estoy loco, maldita sea! Quiero decir... Auf der Erde woher Sie gekom... (De la Tierra de donde usted ha veni...)

Se detuvo al no recordar las palabras germanas adecuadas. Pero una idea le roía la mente. Tenía que hallar algún medio de comprobarla. Continuó desesperado:

-Welches Jahr ist es jetzt? (¿En qué año estamos?)

Seguro que el forastero, que dudaba ya que él estuviera en sus cabales, quedaría convencido de su demencia ante su pregunta. Bueno, al menos Mishnoff conocía el alemán suficiente para formularla.

El otro murmuró algo que sonó como un claro juramento germano, pero acabó por contestar:

-Es ist doch zweitausenddreihundervierundsechzig, und warum... (Pues en el dos mil trescientos sesenta y cuatro. ¿Por qué...?)

Siguió un torrente de palabras en un alemán incomprensible por completo. En todo caso, aquello le bastaba por el momento. Si había traducido de manera correcta, el año era el 2364, que equivalía a unos dos mil en el pasado. ¿Cómo podía ser?

-Zweitausenddreihundervierundsechzig? (¿Dos mil trescientos sesenta y cuatro?) -murmuró.

-Ja, ja -corroboró el otro con manifiesto sarcasmo-. Zweitausenddreihundervierundsechzig. Der ganze Jahr lang ist es so gewesen. (Sí, sí. Dos mil trescientos sesenta y cuatro. Así ha sido durante todo el año.)

Mishnoff se encogió de hombros. La manifestación indicando que todo el año lo había sido suponía una floja agudeza incluso expresada en alemán, y no ganaba nada con la traducción. Se quedó pensativo.

Su interlocutor acentuando su tono irónico, prosiguió:

-Zweitausenddreihundervierundsechzig nach Hitler. Hilft das Ihnen vielleicht? Nach Hitler! (Dos mil trescientos sesenta y cuatro después de Hitler. ¿Le sirve eso de algo? ¡Después de Hitler!)

Mishnoff lanzó un aullido de alegría:

-¡Pues claro que me sirve! Es hilft! Hören Sie, bitte... (¡Sirve! Escuche, por favor...) -Y siguiócon sus briznas de alemán-: Um Gottes Willen...! (¡Por el amor de Dios...!)

El 2364 después de Hitler significaba una gran diferencia.

Recurrió desesperado a todos sus conocimientos de alemán, intentando explicarse.

El otro frunció el entrecejo y permaneció caviloso. Alzó su mano enguantada como para darse un golpe en la mandíbula u otro gesto equivalente, la pasó por el visor transparente que cubría su cara, y la dejó posada allí, sin bajarla, mientras seguía meditando. De pronto, dijo:

-Ich heisse George Fallenby. (Me llamo George Fallenby.)

A Mishnoff le dio la impresión que el nombre era de origen anglosajón, si bien el cambio en el sonido de las vocales, tal como las pronunciaba el otro le daba un aire teutónico.

-Guten Tag -respondió con torpeza-. Ich heisse Alec Mishnoff.

Y súbitamente se dio cuenta del origen eslavo de su propio nombre.

-Kommen Sie mit mir, Herr Mishnoff. (Venga usted conmigo, señor Mishnoff.)

Mishnoff le siguió con sonrisa forzada, murmurando en su transmisor:

-Todo va bien, Ching. Todo va bien.

De regreso a la Tierra, Mishnoff se entrevistó con el director de la Oficina de Alojamiento del sector, quien había envejecido en el servicio. Cada uno de sus cabellos grises significaba un problema resuelto, y cada uno de sus cabellos perdidos, un problema soslayado. Era un hombre alto, con los ojos brillantes aún y la dentadura incólume. Se llamaba Berg.

-¿Y hablan alemán, dice? -Meneó la cabeza-. Pero el alemán que usted estudió fue el de hace dos mil años...

-Cierto -asintió Mishnoff-. Pero el inglés empleado por Hemingway tiene asimismo una antigüedad de dos mil años, y el planetario es idóneo para que cualquiera pueda leerlo.

-¡Humm! ¿Y quién es ese Hitler?

-Fue una especie de jefe de tribu en épocas antiguas. Condujo a la tribu germánica a una de las guerras del siglo XX, justamente hacia el comienzo de la era atómica, en que principió también la verdadera historia.

-¿Antes de la Devastación, quiere usted decir?

-Exacto. Hubo una serie de guerras entonces. Los anglosajones vencieron. Supongo que a eso se debe que en la Tierra se hable el planetario.

-¿Cree usted que, si Hitler y sus germanos hubiesen vencido, se hablaría el alemán?

-Vencieron en el mundo de Fallenby, señor, y en él se habla alemán.

-Y señalan sus fechas con la mención «después de Hitler», en lugar de «después de la Devastación», ¿no es eso?

-Así es. Supongo que existirá también algún mundo en el que vencieron las tribus eslavas y en el que se hablará el ruso.

-De todos modos -opinó Berg-, me parece que debimos haberlo previsto. Sin embargo nadie lo hizo, que yo sepa. Después de todo, existe un número infinito de mundos deshabitados y sin duda no somos los únicos que decidieron resolver el problema de la población siempre en aumento mediante la expansión en los mundos probables.

-Exacto -convino Mishnoff-. En mi opinión, deben haber innumerables mundos habitados que lo están haciendo así. Seguramente se dan múltiples ocupaciones en los trescientos billones de mundos de los que nosotros disponemos. Dimos con éste por pura casualidad, porque decidieron construir a kilómetro y medio de la vivienda que emplazamos en él. Habrá que comprobarlo.

-¿Sugiere que examinemos todos nuestros mundos...?

-Sí, señor. Debemos establecer algún arreglo con los demás mundos habitados. Al fin y al cabo, hay lugar suficiente para todos, y la expansión sin previo convenio puede dar como resultado una serie de desazones y conflictos.

-Tiene razón -afirmó pensativo Berg-. Estoy de acuerdo con usted.





Clarence Rimbro miró con suspicacia el arrugado rostro de Berg, en el que se pintaba ahora una expresión de benevolencia.

-¿Está seguro?

-Por completo -manifestó el director-. Sentimos que se viera usted obligado a aceptar un alojamiento temporal durante las dos últimas semanas.

-Más bien tres.

-Tres semanas. Pero se le compensará.

-¿Y qué era aquel ruido?

-Puramente geológico. Una roca desprendida que se desequilibró y que a causa del viento establecía de vez en cuando contacto con las que había en la ladera del cerro. Ya la hemos desplazado y examinado la zona para asegurarnos que nada semejante vuelva a ocurrir.

Rimbro recogió su sombrero.

-Bien, gracias por haberse tomado la molestia.

-No se merecen, se lo aseguro, señor Rimbro. Es nuestro trabajo.

Una vez que Rimbro se despidió, Berg se volvió a Mishnoff, quien había esperado en plan de espectador a que se solventara el asunto.

-Menos mal que los germanos se pusieron a tono -dijo Berg-. Admitieron que teníamos prioridad y despejaron el terreno. Hay espacio para todos, dijeron. Naturalmente, resultó que habían construido cierto número de viviendas en cada mundo desocupado... Y ahora existe el proyecto de explorar otros mundos y establecer convenios similares con quienes encontremos en ellos. Esto es estrictamente confidencial, claro. No puede ponerse en conocimiento del público sin una preparación previa... Pero no era de esto de lo que quería hablarle...

-¿Ah, no?

El desarrollo de los acontecimientos no le había alegrado de manera visible. Seguía preocupándole su propio fantasma.

Berg le sonrió.

-Comprenderá usted, Mishnoff, que en este departamento, y también en el gobierno planetario, se ha apreciado la rapidez de pensamiento y su comprensión de la situación. De no haber sido por usted, la cuestión podría haber evolucionado de manera muy trágica. Y este aprecio tomará forma tangible.

-Gracias, señor.

-Sin embargo, como ya he dicho, se trata de algo en lo que muchos de nosotros debimos haber pensado antes. ¿Cómo se le ocurrió...? Hemos repasado un poco sus antecedentes. Su compañero Ching, nos dijo que ya en otras ocasiones había sugerido usted que algún grave peligro amenazaba nuestro sistema de pautas de probabilidad y que insistió en salir al encuentro de los germanos, a pesar de hallarse evidentemente atemorizado. Preveía con lo que se iba a encontrar, ¿no es eso? ¿Cómo lo descubrió?

-No, no -respondió confuso Mishnoff-. No era eso lo que había en mi mente. En absoluto. Me tomó de sorpresa. Yo...

Se irguió de pronto. ¿Por qué no ahora...? Le estaban agradecidos. Había demostrado ser un hombre con el que había que contar. Algo inesperado había sucedido ya.

-Se trata de algo muy distinto -dijo con firmeza.

-¿Ah, sí?

¿Cómo empezar?

-No hay vida alguna en el Sistema Solar, a excepción de la Tierra.

-Exacto -asintió Berg en tono benévolo.

-Y la probabilidad para que se desarrolle alguna forma de viaje interestelar es tan baja como para resultar infinitesimal.

-¿Adónde pretende llegar?

-¡A que todo eso es cierto en esta probabilidad! Pero debe haber algunas pautas de probabilidad en que existan en el Sistema Solar otras formas de vida o en las cuales los moradores de otros sistemas hayan desarrollado los viajes interestelares.

Berg frunció el entrecejo.

-Teóricamente...

-Y en una de esas probabilidades, la Tierra podría ser visitada por tales inteligencias. Si se da el caso en una pauta de probabilidad en que la Tierra se halle habitada, no nos afectaría, pues no tendrían conexión con nuestra propia Tierra. Pero si establecen una especie de base en un mundo deshabitado, pueden elegir al azar uno de nuestros lugares de habitación.

-¿Y por qué uno de los nuestros y no de los germanos, por ejemplo? -preguntó con sequedad Berg.

-Porque nosotros sólo emplazamos una vivienda en cada mundo, y los alemanes no. Muy pocos lo harán. La ventaja a nuestro favor es de billones a uno. Y si los extraterrestres encuentran tal vivienda, investigarán y hallarán la ruta hasta la Tierra, a un mundo sumamente desarrollado y vivo.

-No, si desviamos el lugar de viraje.

-Una vez que conozcan la existencia de tales lugares, construirán el suyo propio –adujo Mishnoff-. Una raza lo bastante inteligente para viajar por el espacio será capaz de hacerlo. Y por el equipo y el mobiliario de la vivienda que se apoderen, deducirán nuestra probabilidad... Y en tal caso, ¿cómo manejaríamos a los extraterrestres? No son germanos, ni otra clase de terrestres. Tendrían una psicología extraña a la nuestra y otras motivaciones. Y ni siquiera estamos en guardia. Seguimos asentándonos cada vez en más mundos. Cada día que pasa aumenta la posibilidad que...

Su voz se había alzado a causa de la excitación. Berg le atajó diciendo con voz fuerte:

-¡Tonterías! Todo eso es ridículo...

Sonó el teléfono, y la pantalla se iluminó mostrando el rostro de Ching, cuya voz dijo:

-Siento interrumpir, pero...

-¿Qué sucede? -preguntó furioso Berg.

-Hay un hombre aquí que no sé cómo despachar. Se queja que su casa está rodeada por cosas que miran a través del techo de cristal de su jardín.

-¿Cosas? -gritó Mishnoff.

-Unas cosas de color púrpura, con grandes venas rojas, tres ojos y una especie de tentáculos en vez de cabello. Tienen...

Pero Mishnoff y Berg no oyeron el resto. Se miraban con fijeza, inmovilizados en un estupefacto horror.



F I N

jueves, 15 de abril de 2010

Los Eternos y la seguinda trilogiía

El otro día estaba leyando el libro El triunfo de la Fundación. En el primer capítulo de este libro se menciona a Da-Nee/R. Daneel Olivaw/Eto demerzel/Chetter Hummin como un eterno. Si bien la palabra está escrita con minusculas, hay que contar con que los Eternos son personajes poco conocidos de Asimov, descriptos en Fundación y Tierra y que son los que en vedad controlan la Realidad. Para no confundirse.